O los humanos perdimos la razón o hay un problema serio con nuestro concepto de razón. Entiendo a los convencidos de lo primero: millones de humanos —racionales por autodefinición— se resisten a creer en los beneficios de las vacunas, digieren crédulos las mentiras más inverosímiles por las redes, están destruyendo el planeta donde viven y eligen ególatras populistas contra sus propios intereses.
Pero la locura no es nueva ni pasajera. La historia muestra que los animales pensantes somos capaces de las más insensatas decisiones y opiniones colectivas. Más que una contradicción, se trata de una confusión sobre la idea misma de razón.
El equívoco comenzó con Aristóteles. En la Política, nos definió por partida doble como animales racionales y animales políticos, creyendo, como buen griego, que lo uno equivale a lo otro. Los economistas contemporáneos perpetuaron la confusión; en sus modelos y ecuaciones, los humanos son actores racionales que, con la ayuda de la mano invisible del mercado, producen resultados colectivos óptimos.
En buena hora, esa idea está haciendo agua por la fuerza de los hechos y, sobre todo, los avances de la sicología y otras ciencias. El sicólogo Daniel Kahneman ganó el Nobel de Economía por mostrar que los humanos somos menos racionales de lo que creemos, y menos aún de lo que creen los economistas. Junto con Amos Tversky, abrió toda una línea de estudios y experimentos que han inventariado nuestros sesgos y errores cognitivos innatos.
Tendemos a aceptar noticias falsas si confirman las opiniones que ya tenemos, y descreemos de las que nos contradicen aún si son ciertas. Solemos tomar decisiones guiados por estereotipos inconscientes antes que por la evidencia. Somos buenos para calcular riesgos inminentes y concretos, pero malos para estimar riesgos inmensos pero despersonalizados, como el cambio climático. Y así sucesivamente.
Así que el homo no es tan sapiens. Ahora bien, si nuestras inconsistencias nos ponen en peligro, ¿por qué han sobrevivido el largo curso de la selección natural? Sicólogos como Mercier, Sperber y Fernbach están dando una respuesta que ayuda a entender el mundo de la posverdad y el tribalismo nacionalista. Resulta que nuestra irracionalidad tiene la misma raíz que nuestra principal ventaja evolutiva: la notable capacidad de cooperar entre nosotros.
El espíritu de la tribu nos permite organizarnos en hordas, ejércitos y burocracias eficaces, pero también refugiarnos en burbujas de personas que piensan igual y refuerzan sus temores y mentiras. Creemos —queremos creer— la opinión de los líderes de nuestra tribu sobre asuntos complejos como la inmigración o la paz, lo que nos lleva a sobreestimar lo que nosotros mismos sabemos o entendemos sobre ellos. Aún más: los experimentos demuestran que mientras menos nos informamos y pensamos por cuenta propia, más nos aferramos a las opiniones que ya tenemos.
Existen formas de contrarrestar la inconsecuencia humana, como discutiré en la próxima columna. Por ahora, habría que reconocer que ni los ciudadanos ni los políticos perdieron los estribos. Y entender la razón de la sinrazón, como en el título de la novela de Pérez Galdós.
* Director de Dejusticia. @CesaRodriGaravi
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