Me habría alegrado estar en la X Conferencia de las Farc en el Yarí y, desde luego, en Cartagena en la firma del acuerdo de paz.
Por: Alfredo Molano Bravo - El Espectador.
También en las ceremonias del perdón en Bojayá y La Chinita. Sobra decir que votaré a conciencia plena por el Sí, aunque debo confesar, también, que por allá en no sé dónde, amaga una cierta nostalgia. No es necesario invitar a las izquierdas colombianas a votar por el Sí, aunque una parte de ellas nunca haya estado de acuerdo con la lucha armada. A la otra parte, la que apoyó, aunque fuera de corazón, las causas del alzamiento, tampoco habrá que darle razones para ir a votar por el fin de la guerra.
Con la extrema derecha, que se ha beneficiado política y económicamente con la sangre y el fuego que ha hecho correr por todo el país desde el 9 de abril, no hay nada que hacer. Votará por el No y si llegara a ganar —digo, si llegara a ganar—, empujará el país a un abismo.
Porque, ¿qué propone Uribe más allá de regocijarse en la soberbia del No? ¿Que las Farc y el Eln acepten ir a la cárcel, juzgados por una justicia que él no acepta y que los suyos evaden? Escribo, pues, para la gente que de buena fe cree que sólo si se hace sufrir a otro en la cárcel se paga el sufrimiento que ese otro haya provocado.
No creo que el dolor de las víctimas se compense o se borre con el sufrimiento de sus victimarios presos en una cárcel. Lógica que, por lo demás, vale para todas las partes, también para los militares y paramilitares. No creo que la venganza cumplida sea un camino para salir de la guerra. Si así fuera, no tendríamos necesidad de un acuerdo de paz porque el conflicto ya habría terminado en la paz de los sepulcros. La venganza ha sido la gasolina del conflicto. Se tiene la torva idea de que la muerte del enemigo permite desahogar la ira, deshacerse del dolor, cuando en realidad lo que hace es alimentar tanto la una como el otro.
Y así, la cadena se prolonga. La guerra civil de los Mil Días finalizó no con la ejecución de Uribe Uribe en Ciénaga cuando entregó armas, sino cuando Reyes lo nombró embajador en Chile.
En cambio, ¿cuánta sangre ha costado vengar los muertos de las Bananeras del año 28, de Gaitán el 9 de abril, de Gachetá en el año 49, de El Líbano en el 52, de Marquetalia en el 64 y de ahí para acá, todas las muertes que se deben cargar en la cuenta del Frente Nacional cuando autorizó al Ejército a repartir armas a los civiles para vengar los muertos causados por la insurgencia?
¿Acaso las masacres que se desataron con la tolerancia del matrimonio entre las furias del interés privado, el narcotráfico y el paramilitarismo desde los años 80 han debilitado al menos un poquito la guerra?
¿Acaso la fórmula de apelar a “todas las formas de lucha”, utilizada tanto por las Farc como por los diferentes gobiernos, ha tenido un resultado distinto a fomentar la muerte y alargar sin término el conflicto?
En vez de un Día D para liquidar la guerra entre el Gobierno y las Farc, lo que la extrema derecha y sus aliados non santos buscan es que ese día vuelva a jugar la bolita hecha de soberbia y plomo. No podemos seguir pensando que un clavo saca otro clavo, que un ojo paga otro ojo, que la sangre baña la sangre.
Punto aparte: Es un gran honor para mí ser editado cada semana por la atinada mano de Jorge Cardona.
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