por JOAQUÍN ROBLES ZABALA | 2017/12/06
Es aquí donde vemos la importancia demagógica y coyuntural política de la seguridad, vendida a los ciudadanos por las elites de poder y que el expresidente Uribe tomó como bandera y le dio a Colombia un historial de masacres selectivas y desapariciones forzadas.
“Uno lanza balas cuando se queda sin ideas”, escribió Adolfo Zableh Durán en uno de sus artículos de El Tiempo. Pasa lo mismo cuando las palabras se vuelven estériles y no cumplen su función comunicativa. Colombia es un país emocional, pero, sobre todo, de locos. Y no es una metáfora. Según un estudio de 2014 de la Asociación Colombiana de Psiquiatría, cuatro de cada diez colombianos tiene problemas mentales, lo que podría indicar que aproximadamente “18 millones de compatriotas sufre de algún trastorno que los hace actuar, en muchos casos, de forma violenta frente a una situación que puede ser adversa”.
Lo anterior casi siempre desemboca en acciones delictivas. En un estudio del jurista italiano nacionalizado francés Luigi Ferrajoli, que lleva por título Criminalidad y globalización, nos recuerda que la criminalidad es como un virus mutante, pues cada vez se hace más compleja. Pero, sin duda, la más devastadora de todas, y que amenaza la subsistencia de las sociedades, los derechos humanos, la democracia y el futuro del planeta, es “la criminalidad del poder”. Esta absorbe todas las demás formas porque se produce en lo más alto de la pirámide social y tiene directa relación con los poderes legalmente constituidos. Todas las representaciones de la ilegalidad tienen un carácter de criminalidad empresarial. En apariencias, un teléfono celular hurtado en el centro de Bogotá se le asocia con la delincuencia común, pero si le sigue el rastro encontramos que detrás de un hecho como este hay toda una industria del crimen organizado.
“En estos (…) casos, la pequeña delincuencia es directamente promovida por organizaciones criminales que explotan las condiciones de miseria, necesidad y marginación social de la mano de obra que trabaja para para ellas”, nos recuerda el jurista italiano.
Toda criminalidad explota la pobreza y la acentúa. El teléfono celular robado en el centro de Bogotá termina siendo vendido en una calle de Buenos Aires o de Santiago de Chile. Pero esta se podría considerar la menor de las formas de criminalidad provocada por la apertura ilimitada de las fronteras. Con la desaparición de los límites comerciales, según Ferrajoli, ya no son los Estados los crean las reglas empresariales, sino las empresas las que les dictan a los Estados cómo hacerlas. Lo anterior influye, sin duda, en el derecho público y, por lo tanto, en el bienestar de los ciudadanos que se ve profundamente afectado. Cuando mayor se acentúa la corrupción de las elites, mayor será el daño que se producirá en los sistemas de salud, de educación y en la producción de empleos; mayor será el daño que sufrirá el medio ambiente y mayor será la devastación de los bosques y la contaminación de los recursos naturales como el agua.
Para Ferrajoli hay una estrecha relación entre la criminalidad que se manifiesta a diario en las calles e instituciones de un país y los poderes que imponen las normas económicas. Subir la edad de jubilación de los trabajadores colombianos no se lo inventó Álvaro Uribe, aunque haya sido su vocero oficial. Eliminar los contratos labores tampoco, a pesar de haberlo puesto en práctica durante sus 8 años de gobierno y remplazado por prestaciones de servicios, eliminando de esta manera todas las garantías de los trabajadores. Lo anterior, aunque la misma elite económica que le dio vida lo niegue, es una vuelta a las violentas manifestaciones que originaron la célebre Masacre de las Bananeras del 5 de diciembre de 1928, y que hoy la también “célebre” representante a la Cámara, María Fernanda Cabal, aseguré que ese hecho es solo una ficción del mayor novelista que ha dada la historia literaria de Colombia.
Está demostrado que la criminalidad del poder origina la criminalidad de las calles, ya que le da mayor apertura a ese abanico de pobreza y marginalidad, visible desde cualquier ángulo que se mire. Contrario a lo que pueda creerse, son los poderes económicos los que organizan y le dan vida a los poderes públicos. El asunto aquí se vuelve complejo porque el poder político no se origina en el pueblo sino en las elites de poder. Ferrajoli llama a esto una “fenomenología compleja y heterogénea”, pues si es cierto que el poder de elección está en el pueblo, la inversión económica que se necesita para acceder al poder político no. En este sentido, las elites se convierten en verdaderas “clases peligrosas” porque atentan contra los bienes colectivos como el agua, los bosques, los páramos que regulan el clima y le dan vida al agua. Pero, sobre todo, se constituyen en un verdadero peligro para la democracia y la paz porque sus intereses, por lo general, son particulares.
Es aquí donde vemos la importancia demagógica y coyuntural política de la seguridad, vendida a los ciudadanos por las elites de poder y que el expresidente Uribe tomó como bandera y le dio a Colombia un historial de masacres selectivas y desapariciones forzadas. Esa demanda de seguridad, “publicitada y alimentada por los medios de comunicación”, dio paso a una política de represión que enfatizó solo en la criminalidad y los delitos de calle. La venta de las empresas rentables del Estado fueron invisibilizadas mientras que el gobierno capitalizaba la banca privada y le daba a las multinacionales que llegaban al país todas las garantías para el ejercicio de sus negocios que incluían, incluso, reducción en el pago de impuestos.
Para Ferrajoli, el mensaje político de lo anterior es de “un signo descaradamente clasista, y está en sintonía con los intereses de la criminalidad del poder en todas sus formas diversas. Es un mensaje preciso que sugiere la idea de que la criminalidad, la verdadera criminalidad que hay que prevenir y perseguir es únicamente la callejera”, mientras que el robo a las instituciones, el desfalcó al presupuesto, las tramoyas en los contratos del Estado y los fraudes fiscales son vistos como hechos que contribuyen al paisaje democrático de los pueblos.
Eliminar la salud pública, la educación pública y los servicios públicos para convertirlos en privados y cambiar los contratos labores en prestación de servicios hacen parte de esas políticas internacionales creadas por las grandes empresas. Detrás de todo esto hay un hecho mucho más macabro, según el jurista italiano, que la evasión de las responsabilidades estatales y la invisibilización del mismo, pues el objetivo final es la desaparición del Estado como lo conocemos hoy. En el país del norte la privatización de la justicia empezó con la privatización de las cárceles. Y de este hecho al control total solo hay un paso muy pequeño. Quizá esto explique también por qué en los Estados Unidos se encuentra la población carcelaria más grande del mundo.
En Twitter: @joaquinroblesza
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