Lo único más depresivo que la idea de una juventud conservadora es Andrés Pastrana. No es justo que las generaciones que crecimos con un presidente tan falto de principios políticos debamos seguir atadas a sus complejos personales.
Por: Nicolás Rodriguez
Y quizás tengan razón. Lo pactado en la Habana por el gobierno de Santos sobresale en la historia de las negociaciones de paz, contadas la desmovilización del M-19, el EPL, el PRT, el Quintín Lame, la Corriente de Renovación Socialista y las inacabadas intentonas de Caracas y Tlaxcala con la Coordinadora Nacional Guerrillera.
Con todo y sus posibles desaciertos el trabajo emprendido por el equipo negociador que lideró De la Calle fue exitoso. Pastrana, que alguna vez lo intentó, lo sabe y lo entiende. Tal vez no tiene muy claro cómo fue que llegaron tan lejos, pero comprende que habrá que tomar partido para permanecer vigente. O notorio. O mediático. O lo que se pueda. Y entonces atraviesa su ligera personalidad de delfín ofendido. Hace pucheros y chapotea en las aguas políticas como mejor puede, a ver si le vuelven a poner atención. Por supuesto el espectáculo es grotesco.
En países con mejor suerte una que otra figura ex presidencial que deja el poder dedica el acumulado de experiencias y contactos a liderar procesos de cambio. Con o sin mirada condescendiente. Desde los derechos humanos o el humanitarismo. En agendas de cóctel o escribiendo mala poesía que los amigos más íntimos estarán obligados a adular. Con lo que puedan o quieran reunir, cualquier ayuda que permita avanzar en una solución parcial al problema del hambre en la Guajira sería bienvenida.
Pero Pastrana no. Claro que no. La suya es una triste historia sin triunfo alguno que interpela al brasileño Millor Fernandes cuando se preguntaba, por supuesto con toda la razón, si a manera de monumento autocrítico un país no debería erigir el Arco de la Derrota. Con ex presidentes tan dedicados a sí mismos, tan megalómanos, tan diminutos, valdría la pena considerarlo.
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