La historia de Colombia, fruto de una guerra de independencia, ha sido una sucesión inagotable de guerras civiles. Comenzó entre las provincias unidas de la Nueva Granada (nombre colonial) contra el Estado Libre de Cundinamarca. Siguieron otras contra el Perú (entre 1828 y 1829) o el Ecuador (1832) y algunas más de nombres aparatosos (de los Supremos, 1839-1842, por ejemplo) en las que sin misericordia se batieron a garrotazos, hachazos, puñaladas y uno que otro balazo, los bandos federalista y centralista, con triunfos mixtos, de tal manera que el país fue una vez Estados Unidos de Colombia y luego una república unitaria manejada la mayor parte del tiempo con mano de hierro desde Bogotá. Enseguida de la sangrienta guerra civil que hubo entre 1876 y 1877 se dio paso a profusas y encendidas confrontaciones armadas entre los tradicionales partidos Liberal y Conservador, animados por odios irracionales que, bastante aminorados, han llegado hasta nuestros días. La más sanguinaria de todas estas fue la de Los Mil Días (1899-1902) en la que triunfó el Partido Conservador y dejó al país sumido en la miseria y con lesiones sangrantes, penas y daños que tiempos después el sentido de venganza de los derrotados habría de darle paso a más guerras fratricidas.
Las mayores glorias y las peores vergüenzas de los partidos políticos tradicionales colombianos son las victorias y las derrotas ganadas y sufridas en una decena de guerras sucesivas. La más pavorosa de estas fue bautizada con un nombre que todos los colombianos distinguimos y los extranjeros sostienen que es la síntesis histórica completa del país y no de una mera etapa mortífera: La Violencia, que va de 1946 a 1958.
Nací el 3 de julio de 1952, en mitad de La Violencia, y mi infancia transcurrió oyendo los relatos de esa guerra, estudiados y contados con sabiduría por mi padre, Fernando Guillén Martínez, periodista, historiador y sociólogo, autor de El poder político en Colombia, la obra que mejor esclarece las razones y los orígenes de la violencia eterna de este país. Desde cuando él murió, en 1975, el mismo día que terminó de escribir el libro, ha sido reeditado sucesivamente por haberse convertido en un clásico obligado para el estudio de las incógnitas del país y de las ciencias sociales.
Mi padre hacía tertulias con los mejores estudiosos de La Violencia, guerra entre liberales y conservadores, y analizaba las evidencias de las crueldades del derramamiento de sangre que ahogaba al país mientras en Bogotá, como en casi todas las guerras civiles nuestras, únicamente recibíamos los ecos inofensivos del desastre. Recuerdo las fotografías crudas puestas sobre la mesa que luego aparecieron impresas en libros estremecedores, como La violencia en Colombia, 1962, de Eduardo Umaña Luna y Germán Guzmán, editado por Orlando Fals Borda. En ellas se exhibían, por ejemplo, el "corte de corbata" (cadáveres de campesinos con la lengua extraída por la garganta) o el de "franela" (cuerpos sin brazos ni cabeza). Ni los muertos ni sus verdugos tuvieron el menor conocimiento sobre el significado político e ideológico del liberalismo o del conservatismo pero los unos huían de los otros abandonando pueblos enteros o, por el contrario, si les era posible, los cazaban y descuartizaban. Los grandes diarios nacionales, para la época todopoderosos e incendiarios, representaban a uno y otro partido y llamaban a la guerra expresando toda su antipatía y aversión hacia el partido contrario, deseándole, además, los mayores de los males. Las empleadas del servicio doméstico en Bogotá provenían en su mayor parte de regiones rurales devastadas por La Violencia. Las que trabajaban en mi casa, provenientes de las provincias de Boyacá y Huila, mientras cocinaban el almuerzo o tendían las camas, relataban los horrores que obligaron a sus familias a abandonar sus haciendas para refugiarse en los helados cinturones de miseria de la ciudad, donde reiniciaron sus vidas en medio de la exclusión social, la pobreza extrema y los padecimientos.
La Violencia fue virtualmente superada mediante un raro acuerdo de paz según el cual los jefes de los partidos optaron por alternarse el poder durante 16 años, de manera que habría obligatoriamente dos presidentes liberales y dos conservadores: el primero fue Alberto Lleras Camargo (liberal y escritor insigne). Siguieron Guillermo León Valencia Muñoz (conservador), Carlos Lleras Restrepo (liberal) y Misael Pastrana Borrero (conservador). A este pacto de paz entre los partidos que se estaban matando se le llamó Frente Nacional y sus beneficios para la pacificación del país fueron fugaces. Mientras liberales y conservadores dejaban de matarse, en los mismos campos de batalla que abandonaron comenzó a germinar una nueva guerra cuyo nombre también puede ser el de la historia nacional toda: Conflicto Armado Interno. Así se llama la guerra actual, suspendida el pasado jueves 23 de junio en La Habana mediante la firma de un histórico pacto de paz preliminar entre las FARC y el gobierno de Colombia que será sellado de manera definitiva el próximo 20 de julio, día de la independencia nacional.
El Conflicto Interno Armado es la guerra simultánea de diversos grupos armados de izquierda, de inspiración cubana, cuya meta ha sido la de tratar de reparar las injusticias sociales, la exclusión y el régimen de privilegios de que han gozado quienes dirigieron las guerras anteriores y ahora maniobran para ganar la actual.
Las FARC, nacidas en 1960, son el grupo guerrillero más grande y viejo que ha existido en América Latina. En determinados momentos lograron hacer tambalear el establecimiento y avanzar un poco hacia la toma del poder por medio de las armas.
Antes de un mes, las FARC ya no existirán como fuerza armada irregular y entrarán en un complejo y pormenorizado proceso de incorporación a la vida legal de Colombia.
Esa es la paz que ha estado buscando el país pero que, me parece, no ha entendido. Esta guerra de medio siglo, como todas las demás, ha dejado tormentos y sentimientos vivos de grande tristeza y odio que pueden hacer brotar nuevas guerras.
He preguntado a muchas víctimas de la violencia sobre el significado de la paz. Xiomara Urán Bidegain es la cuarta y última hija del Magistrado Auxiliar de la Corte Suprema de Justicia Carlos Horacio Urán Rojas, asesinado por el Ejército Nacional que lo sacó vivo del Palacio de Justicia de Bogotá durante la toma terrorista del grupo M-19 en noviembre de 1985. Lo torturó salvajemente hasta causarle la muerte y disimuladamente regresó su cadáver al edificio calcinado para hacer creer que murió durante la reyerta. Xiomara tenía un año de nacida cuando su familia creyó que, en efecto, había muerto su padre dentro del recinto de la Corte Suprema. Pero fue solamente 21 años después cuando un video periodístico del asalto mostró que militares lo habían sacado sano y salvo y aun así después presentaron su cadáver entre los despojos mortales de otras cien víctimas en las ruinas calcinadas del edificio.
Tras el holocausto, la madre viuda de Xiomara comenzó a recibir amenazas de muerte de los mismos militares que asesinaron a su esposo y se vio precisada a huir del país con sus cuatro niñas pequeñas.
Xiomara hoy es abogada, vive en Estados Unidos que le dio la nacionalidad y, aun traumatizada, sigue en detalle la actualidad colombiana.
"La paz significa construir una sociedad inclusiva que valora y respeta las diferencias culturales, raciales e ideológicas de cada uno de sus integrantes, puesto que las considera esenciales para formar un gobierno democrático y pluralista. La paz significa dejar de usar actos violentos como un medio de represión. La paz, significa poder vivir sin miedo", me escribió Xiomara Urán.
Es cierto. Cuando cientos de miles de colombianos golpeados por esta última guerra de medio siglo hayan perdido el miedo, podremos creer con certeza que, en efecto, llegó la paz.
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