x Juan Houghton/ LaHaine.org
El régimen de Santos ha optado por su plan B: dinamitar el proceso con el ELN e irrespetar los acuerdos con las FARC, buscando una alianza con el uribismo
Estos análisis sobre el ELN quizá expresen el estado emocional de quienes los hacen: algunos quieren tanto que termine la guerra -propósito que comparto- que confunden este deseo con las condiciones necesarias para que ello ocurra. Algunos amigos analistas han convertido en axioma un gracejo -ése que dice que “el ELN es un estado del alma”-, y por eso concluyen fácilmente que para esta negociación no se requieren análisis estratégicos sino puras interpretaciones al estado espiritual del ELN. Otros entienden la negociación como una puesta en escena de talantes políticos, y en consecuencia miran el avance de los diálogos en términos de feeling entre las comisiones negociadoras o de las maniobras en la mesa de conversaciones. La conclusión casi siempre es coincidente: el ELN no quiere la paz o no lo ha decidido, como si se tratara de una simple determinación voluntarista.
Siguiendo el procedimiento que acabo de presentar, hay un argumento que sobresale para explicar el poco entusiasmo que genera la mesa de diálogos de Quito en la sociedad. Se han planteado, muchas veces entre líneas, las siguientes premisas: uno, el ELN no ha “decidido decididamente” terminar la lucha armada; dos, en consecuencia la mesa de Quito es un pretexto y un mero mecanismo de acumulación política para mantener la guerra -que sigue siendo el Plan A-; tres, esa es la razón por la cual el ELN no avanza en suspender algunas de sus actuaciones bélicas -el secuestro principalmente- y por el contrario las profundiza; cuatro, lo anterior envía un mensaje a la sociedad de que no hay mucho que esperar de ese proceso; y cinco, con esas causas se aumenta el escepticismo y la apatía.
¿Y el gobierno tiene algo que ver en esto? Algo, dicen nuestros amigos analistas, para señalar enseguida que la firma de los acuerdos de La Habana es sin embargo prueba suficiente de voluntad política de Santos para terminar la guerra. Por lo general la responsabilidad del gobierno en el arreciamiento de los asesinatos, atentados y amenazas recientes contra el movimiento social se elude, trasladándola a los paramilitares, tesis que suscribe raudo el gobierno de Santos, que sostiene ser víctima de los enemigos de la paz.
Del santo estratega al estratega Santos
Estoy en desacuerdo con el razonamiento descrito en el aparte anterior. Lo que marca el momento de la negociación no es principalmente la posición del ELN -como piensan nuestros amigos- sino el “reversazo” del gobierno de Santos sobre las concesiones a las que está dispuesto para iniciar una transición democrática. Varios hechos indican un propósito deliberado del gobierno para arrinconar a las insurgencias y para que en el movimiento popular aceptemos que la negociación de paz es solo la dejación de armas. Lo más evidente es el incumplimiento grosero de los acuerdos con las FARC y la abierta provocación en el abuso del fast track (aprobación rápida de los puntos de los Acuerdos de paz). Basta ver el proyecto de reforma rural que desconoce los acuerdos de La Habana y se erige en una verdadera contrarreforma agraria aún más agresiva que el Pacto de Chicoral de 1971.
Por otro lado, no hay forma de ocultar el juego de pequeñas trampas al ELN en la mesa. Por ejemplo, las mentiras sobre los compromisos existentes para la liberación de Odín; o el acoso mediático las semanas posteriores al cierre del primer ciclo para presionar al ELN sobre el tema de las retenciones/secuestros, a sabiendas de que ya había un acuerdo avanzado al respecto, todo con el propósito de mostrar como “triunfo” lo que es un “acuerdo bilateral”. El juego es tan burdo, que incluso la liberación de una pareja -procedimiento acompañado por el CICR- fue presentado por el ministro de Defensa como resultado de la presión de las fuerzas armadas.
Varios analistas sostienen que esa ha sido la posición de Santos desde el principio, y que no hay tal “reversazo” sino la constatación de una línea que viene desde el inicio del proceso de paz con las FARC. Tampoco comparto ese razonamiento. Santos esperó siempre que la extrema derecha guerrerista aceptara un pacto de última hora y por eso nunca vio necesario derrotarla ni política ni militarmente. El gobierno pensó que restituir a los campesinos solo 2 millones de hectáreas despojadas mediante el crimen y dejar en manos del latifundio y las mafias los otros 6 millones, era una oferta muy atractiva (bueno, es una oferta atractiva, que al fin y al cabo fue aceptada por varios sectores del latifundio que se quedaron en el Partido de la U cuando el uribismo salió en desbandada). También calculó que una justicia transicional generosa con las fuerzas militares era una vía para ganárselos, y justo es reconocer que hay sectores del ejército que han aceptado esta propuesta.
Con esos antecedentes, Santos mantuvo la “ilusión” de que el uribo-militarismo a la larga lo iba a acompañar en su apuesta de modernización del campo, remozamiento institucional y transformación (contención del poder) del aparato militar. Pero el gobierno subvaloró (o quiso subvalorar) la capacidad erosiva del uribismo, entre otras cosas porque no perdía con ninguno de los dos finales posibles. Si al finalizar el proceso la extrema derecha aceptaba el pacto de modernización, Santos habría ganado la terminación de la guerra con un costo razonable para el establecimiento; éste era su Plan A. Si el uribo-militarismo no aceptaba el acuerdo, y así ocurrió, de todos modos le transferiría el nuevo costo a las FARC y se lo reduciría grandemente a la oligarquía de la cual hace parte; este es el Plan B que está aplicando.
Los nudos de la paz
Resulta obvio que el gobierno calculó al principio del proceso de paz los requerimientos para una negociación exitosa, que no son otra cosa que los cambios en el sistema político o las concesiones que deben hacerse a una organización armada que pasará al campo de la política legal. Esas previsiones no han cambiado ahora que la mesa con el ELN se ha instalado y empieza a dar sus primeros pasos. Mi consideración es que esos cálculos tienen que ver con 4 nudos fundamentales.
Primer nudo: el abandono de la guerra revolucionaria deberá darse si el establecimiento abandona el terrorismo de Estado, y viceversa. Si el terrorismo de Estado persiste no es imposible que se llegue a acuerdos con las insurgencias, pero es seguro que aflorarán decenas de expresiones armadas del campo popular en el corto y mediano plazo. Eso ocurrirá con independencia de si la opción armada es la más adecuada para un triunfo revolucionario, la acumulación organizativa o la resistencia popular, simplemente porque habrá sectores que ante la continuidad del terrorismo de Estado renunciarán a cualquier vía legal. Por su lado, si la acción armada revolucionaria se mantiene, los sectores defensores del terrorismo de Estado muy seguramente seguirán siendo los puntales de la respuesta armada impulsada desde el establecimiento, cuya propensión por el crimen es conocida.
Segundo nudo: un acuerdo sostenible debe implicar el reconocimiento de poderes reales de las partes. Del lado del Estado, el reconocimiento de que la insurgencia tiene algún poder político con cierto arraigo territorial; si el Estado se opone a este reconocimiento del poder territorial de la insurgencia -independiente de su tamaño militar- o no logrará un acuerdo o el acuerdo a que se llegue se caerá. Y del lado de la insurgencia, el reconocimiento de que el Estado recuperará el monopolio de la fuerza y será en la arena política e institucional donde se darán las luchas sociales [ambos aspectos pueden ser fatales para la insurgencia].
Tercer nudo: un acuerdo viable será aquél que indique, o por lo menos insinúe, la posibilidad de que el actor que abandona la guerra revolucionaria pueda ganar, acumular o resistir por métodos no armados. Si el acuerdo no muestra ninguna de estas posibilidades, es muy difícil que se logre e imposible que sea sostenible.
Cuarto nudo: un acuerdo viable para el establecimiento es aquél que le garantiza la continuidad de su régimen político-económico en lo esencial y le significa un “riesgo menor” de que las fuerzas políticas populares ganemos en el corto o mediano plazo con un programa anti-capitalista. Es obvio que si el establecimiento considera que determinado acuerdo en el corto plazo implica la posibilidad de que los excombatientes -o una alianza en la que ellos participen- gane por vía institucional y promueva un programa de transformaciones socialistas no lo firmará “ni de fundas”, como dicen los cachacos. Valga señalar que estos nudos corresponden al escenario actual de correlación de fuerzas y con seguridad serían otros en caso de una derrota aplastante o de un empate estratégico entre los actores de la contienda.
De la política de la solución a la solución política
Son estos nudos problemáticos, y la forma como se vislumbren en un momento dado, lo que orienta la decisión de los actores en la negociación, y no una pretendida indefinición del ELN entre el plan A (la guerra) y el plan B (la negociación), o mejor, una priorización en ese orden.
Toda organización política (incluido el establecimiento representado en el gobierno) tiene plan A y B y C… En el argumento de los analistas que defienden este enfoque, se sugiere que la negociación solo será viable si de entrada el ELN está dispuesto a firmar cualquier acuerdo para terminar el alzamiento armado. No hay que ser un experto en manuales de negociación para saber que cualquiera sea su carácter ésta siempre es exploratoria hasta que se firme el acuerdo; no hay en eso misterio. Como analizamos antes, también el gobierno tiene plan A y B y C… Y adoptar uno de ellos, depende de la valoración del contexto y del movimiento del adversario. De nuevo, no hay misterio en ello.
A mi entender, el gobierno ha optado por dinamitar el proceso con el ELN e irrespetar los acuerdos con las FARC -su Plan B- porque viene cambiando su visión en cada uno de tales nudos:
1. No tiene voluntad, ni capacidad, de someter las fuerzas del terrorismo de Estado, y cree que tras el acuerdo de la Habana es posible dejar intacto ese aparato criminal sin mucha oposición popular.
2. Considera que los poderes territoriales de las insurgencias son menores o pueden ser desestimados, y que basta sacarlos (concentrarlos) de su área de influencia para que pierdan la fuerza social que justificó la negociación. Además, el gobierno asume que ya las FARC no tienen plan-retorno a la guerra ni al control territorial, lo que le permite cambiar el orden de prioridades de sus alianzas: Santos ha pasado de una coalición con los que estaban por la paz, a una alianza nueva con los que puedan armar una apuesta electoral victoriosa para el 2018, los cuales a su vez le exigen despreciar los acuerdos de La Habana.
3. El gobierno busca que el avance político de las insurgencias en la vida legal no aparezca como posible ni como legítimo. De ahí su estrategia para que en la opinión pública se refuerce la idea que hemos sido derrotados -todos, la insurgencia y el movimiento popular- y que no tenemos ninguna posibilidad, ni legitimidad, ni proyecto viable; y por lo mismo su abierto propósito de que la izquierda se convenza de que en este periodo nuestra única opción es apoyar al menos malo del establecimiento. Su retórica y gestualidad provocadora, el desprecio reiterado a los ex combatientes, están dirigidos a minar la dignidad y autovaloración de la izquierda, y a convencernos de este aserto.
4. El gobierno cree que dejar algún resquicio de victoria de una opción legal de la izquierda se puede transformar en el corto plazo en la derrota del establecimiento; ellos también ven las encuestas, y les asusta que opciones de izquierda o cercanas a la izquierda hoy sumen cerca del 20% de las preferencias electorales, por encima de otras posibles coaliciones. No hay olvidar que cuando se asustaron con la UP y empezaron el Baile Rojo, apenas habíamos sacado un poco más de 400 mil votos en las presidenciales. Y ellos no han cambiado tanto.
El pesimismo de la voluntad y el optimismo de la razón
Por eso, a diferencia de quienes piensan de buena fe que presionar al ELN es el camino más seguro hacia un acuerdo de paz, mi consideración es que la movilización popular debe arreciarse para que el gobierno de Santos abandone su deriva hacia la traición y la perfidia con las insurgencias - especialmente con las FARC.
Nuestros desafíos más grandes como movimiento popular tienen que ver con seguir posicionando la urgencia de desmontar el paramilitarismo y el terrorismo de Estado, así como reforzar el empoderamiento de los proyectos políticos territoriales que hemos construido en medio de la confrontación armada, y advertir al gobierno que esas son nuestras líneas rojas para la transición. La fragmentación del movimiento social y popular juega en nuestra contra, mientras gana peso esta supuesta polarización entre amigos y enemigos de la paz que se estimula con el “coco” de una posible victoria electoral de la ultraderecha en 2018, situación que debilitaría la implementación de los acuerdos con las FARC. Ante tal escenario, el desafío es aún mayor, porque implica afianzar un bloque político popular que se gane al centro político y no se deje absorber por la tesis del “mal menor”, y actuar con audacia para que ese bloque político popular lidere una propuesta electoral victoriosa en 2018.
El gobierno cree que si nos vence en esos desafíos habrá ganado su paz y habrá derrotado la nuestra. En realidad, si ello llegara a ser cierto, habrá cerrado la oportunidad de firmar una paz digna, estable y duradera.
Corporación Ensayos. Extractado por La Haine
Texto completo en: http://www.lahaine.org/la-paz-con-el-eln
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