TeleSUR.
Por: CELAG
Ocurre que el paramilitarismo –una fuerza latente en el territorio colombiano incluso después del fallido proceso de desmovilización durante el Gobierno de Álvaro Uribe[1]– viene dando muestras de fuerte presencia territorial desde inicios del 2016...
La contradicción que da inicio a este informe invita a reflexionar frente a un concepto que ha sido sobreexplotado en Colombia: el posconflicto, la palabra compuesta que dio lugar al desarrollo de todo un nuevo marco discursivo del Gobierno de Juan Manuel Santos, por medio del cual se resume un contexto con muchas más complejidades que las evidentes, las cuales derivan en dinámicas de conflictividad social que no dejan de ser persistentes.
Más allá de las situaciones de desigualdad social, el escaso desarrollo de oportunidades efectivas en la población juvenil, la falta de cobertura institucional en diversas zonas del país y los altos niveles de pobreza que afectan todos los ámbitos territoriales, existen otros factores que dificultan la efectiva finalización de la conflictividad social. Estas son las condiciones de preexistencia de una serie de grupos armados, redes de apoyo al terrorismo y la colonización del territorio por parte de actores ilegales vinculados al narcotráfico y/o grandes terratenientes, así como a empresas extranjeras asociadas a la explotación de recursos naturales. La articulación de estos factores ha dado lugar a la evidencia de otras dinámicas de violencia territorial asociadas a la ocupación de bandas paramilitares, ahora denominadas Grupos Armados Post-desmovilización (GAPD), que empiezan a ocupar las zonas donde hay un manifiesto vacío de poder institucional, y a presionar de forma violenta a líderes y lideresas sociales.
Ocurre que el paramilitarismo –una fuerza latente en el territorio colombiano incluso después del fallido proceso de desmovilización durante el Gobierno de Álvaro Uribe[1]– viene dando muestras de fuerte presencia territorial desde inicios del 2016, cuando, coincidiendo con una manifestación del Centro Democrático, las Autodefensas Gaitanistas de Colombia (AGC) dieron inicio a un “paro armado” en Antioquia, Costa Atlántica y Costa Caribe. Durante el paro las AGC implantaron un toque de queda amenazando a los ciudadanos con panfletos y grafitis. Según el Centro de Recursos para el Análisis de Conflictos (Cerac), se registraron una treintena de ataques y cuatro asesinatos[2].
A partir de entonces, los focos regionales paramilitares vinculados inicialmente con actividades delincuenciales comenzaron a adquirir un discurso político asociado a la extrema derecha, de ahí que el paro armado comenzara un día antes de la masiva movilización uribista del 2 de abril de 2016. La respuesta oficial frente a estos ataques fue de omisión y se orientó a transmitir un mensaje de normalidad, un ejercicio que han mantenido hasta la actualidad, cuando el problema ya empieza a escapar de sus manos.
Todavía sin una clara política gubernamental de respuesta, estos grupos que han adquirido a lo largo del tiempo diversas denominaciones (BACRIM, Grupos Armados Organizados y Grupos Armados Post-desmovilización) poco a poco amplían y optimizan su estrategia de comunicación. En particular a través de Internet, por medio de su página web y de la red social Twitter[3], donde hacen alarde del control de armas en territorio, así como de presencia callejera.
Pero su estrategia no se centra únicamente en el ámbito rural, en las zonas urbanas líderes sociales y maestros reciben frecuentes amenazas de bloques asociados a dichas zonas. Recientemente, 24 profesores del área de ciencias sociales y tecnología del Colegio Distrital Benjamín Herrera[4] fueron amenazados por el Bloque Capital de las Águilas Negras, otro conocido grupo paramilitar que opera en el país.
Según el Programa Somos Defensores, en su Informe Anual 2016 – Sistema de Información sobre Agresiones contra Defensores de Derechos Humanos en Colombia, la situación más alarmante tiene que ver con los asesinatos a líderes sociales en desproporcionado aumento. Las agresiones se redujeron de 2015 a 2016 un 29%, pasando de 682 agresiones reportadas en 2015 a 481 en 2016. Sin embargo, para 2016 se reportaron 80 casos de homicidios y 49 casos de atentados contra líderes sociales, mientras que en 2015 tuvieron lugar 63 homicidios y 35 atentados. Además de este tipo de agresiones se reportó que el 67% de los casos se trata de amenazas, el 4% detenciones arbitrarias y 0,1% de violencia sexual. Un total de 44 asesinatos fueron cometidos, según la organización, por grupos asociados al paramilitarismo[5].
En 2017 el panorama no ha cambiado; según la plataforma de contenidos para la generación de paz en Colombia, ¡Pacifistas!, el número de líderes sociales asesinados supera la veintena en lo que lleva de transcurrido el año 2017[6], y asciende a 31 desde el comienzo de los acuerdos entre el Gobierno y las FARC en noviembre de 2016. La ONU ha registrado la proliferación de asesinatos en Colombia. El 16 de marzo del corriente año, Todd Howland, el representante del Alto Comisionado de Naciones Unidas para los Derechos Humanos en el país, presentó el informe anual alertando sobre el aumento de los ataques a activistas sociales. Del informe se desprende que, entre los autores de los asesinatos y amenazas se encuentran, en primer lugar, grupos paramilitares, seguidos de la guerrilla del Ejército de Liberación Nacional (ELN) y disidentes de las FARC. Howland, agregó que el Gobierno colombiano debe “reconocer que estos asesinatos son un problema”[7] y conformar alianzas como forma de prevenirlos. El funcionario destacó que los casos ocurrieron principalmente en áreas recientemente desocupadas por las FARC pero con histórica presencia de la guerrilla, dónde la actividad económica principal es de carácter ilícito, cultivos de coca y la minería ilegal[8].
A estas denuncias se ha sumado el viernes 21 de abril la presentada por Amnistía Internacional[9], que atestigua una oleada de asesinatos a líderes indígenas en zonas históricamente expuestas al conflicto armado, la mayor parte de ellos en el suroeste del país. El patrón común de las víctimas fatales –mayormente afrocolombianos, campesinos, indígenas– es constituirse en miembros o líderes de procesos sociales y políticos a través de Juntas de Acción Comunal (JAC), la Guardia Campesina y resguardos indígenas; otros pertenecían a asociaciones de izquierda tales como COCCAM, Fensuagro, Marcha Patriótica, Congreso de los Pueblos, Partido Comunista o la Unión Patriótica[10].
La implementación de acuerdos fue ineficaz en la protección a líderes tras la desocupación de las FARC y actualmente el debate se centra en el carácter sistemático o no de las matanzas. El Gobierno nacional no reconoce el accionar del paramilitarismo. El ministro de Defensa, Luis Carlos Villegas[11], señaló que las autoridades no encuentran un patrón común entre el asesinato de líderes y activistas por los derechos humanos. Mientras tanto el ministro del Interior, Juan Fernando Cristo, sostuvo durante el lanzamiento del informe que el Estado tiene “grandes desafíos en materia de control territorial y presencia institucional” en muchos territorios dejados por las FARC. Lo cierto es que previo a que el Gobierno y las FARC cerraran el acuerdo de paz, la guerrilla ha apremiado a Santos a tomar medidas para frenar la oleada de asesinatos de los líderes sociales.
La guerrilla y distintas ONG, coinciden en que las muertes son producto del accionar paramilitar. Sin embargo, el Gobierno ha desestimado esa versión reiteradamente y atribuye la culpa a bandas criminales dedicadas al narcotráfico. El ministro de Defensa aseveró que no hay documentación que logre comprobar que fuerzas paramilitares estarían detrás de los asesinatos de líderes sociales en el país, como dice el informe anual de Derechos Humanos de la ONU para Colombia. La omisión gubernamental es preocupante especialmente de cara a los comicios de 2018 puesto que ante el negacionismo –de la existencia de grupos paramilitares- por parte de las autoridades, la situación podría verse agravada.
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