Por: Alfredo Molano Bravo - El Espectador.
La tan mentada y resonante cuestión agraria, a la que le hemos dado tantas vueltas y revueltas, se reduce en última instancia a la apropiación de baldíos.
La tierra se la han ido apropiando de hecho los terratenientes, los grandes concesionarios y también los campesinos. Los enfrentamientos en los años 20 y 30 fueron por los baldíos trabajados por los colonos y reclamados por los latifundistas con la venia de los gobiernos y las amenazas de los yataganes de la Policía. Los títulos de propiedad registrados con sellos y firmas son muchos menos que las tierras ocupadas de hecho por unos y otros. Esa debilidad institucional es intencionada para facilitar la expansión de la gran propiedad. El resultado ha sido la violencia, con mayúscula o con minúscula. El Estado no sabe a ciencia cierta cuánta tierra tiene, ni cuánta es de los propietarios –pequeños o grandes– y menos cuánta es de los poseedores. Total, el caos. Los papeles sobre las tierras –las llamadas escrituras– para serlo de verdad requieren el respaldo oficial del Estado, o sea de los notarios, que han sido tradicionalmente, hasta hace muy poco, fichas políticas. Es un reconocimiento basado en la buena fe y entre amigos ese trato no ha sido problema. Pero cuando sale un campesino a reclamar su trabajo sobre una montaña, la buena fe deja de ser fundamento del trato.
Cuando se comenzó a discutir el primer punto de la agenda en La Habana, la tierra, saltó a la mesa el asunto del catastro. ¿Cuánta tierra es baldía y cuánta ha sido apropiada, poseída, ocupada? Quizá sólo el 30% de la tierra tiene títulos con firmas, sellos y resellos . El 70% está el aire. De ahí la urgencia de actualizar el catastro, ponerlo al día, definir de quién es qué. No es una tarea fácil. Pero es difícil, no desde el punto de vista técnico, eso es lo de menos. Lo complicado es la resistencia de los grandes poseedores de tierra a que se la midan y se les destape su tradición legal. Después del despojo de seis millones de hectáreas hecho por la trinca del paramilitarismo, grandes ganaderos y políticos, el Gobierno nombró un superintendente de notariado y registro que una vez terminado el uribato fue nombrado gerente de Fedegán. En realidad no fue un nombramiento, fue una confesión.
La oposición del No al acuerdo de La Habana principia con el No a una actualización del catastro y sacan de los zamarros el argumento de la “buena fe exenta de culpa” para legalizar los papeles que la Superintendencia dejó volando y no alcanzó a firmar. Por esa razón Uribe habla de que el acuerdo es un ataque a la propiedad privada. Quiere dejar que esos seis millones de hectáreas que los paramilitares les robaron a los campesinos sigan en manos de los testaferros de primera, de segunda y de tercera generación. Contra el testimonio de los actuales “propietarios” no hay recurso alguno; la palabra del terrateniente equivale al título de propiedad. Las ubérrimas tierras ganadas con el terror paramilitar quedan en manos de los que fomentaron, financiaron y hoy exculpan a los victimarios. El uribismo busca brincarse la Ley de restitución de tierras para regresar a lo que en su gobierno se sancionó como legítimo.
No es posible que el país se deje meter semejantes uñas en la boca.
Punto aparte. Los políticos encontraron una mina de votos en la prohibición de las corridas de toros. Privilegian un derecho no consagrado explícitamente en la Constitución –y por eso hacen toda clase de maromas– para aplastar a una minoría que tiene una larga tradición cultural y que va a los toros como se va a una ceremonia. Hoy se persiguen con un proyecto de ley, mañana terminarán perseguidas con idéntica arma otras minorías.
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