María Jimena Duzán. Foto: Guillermo Torres
Por María Jimena Duzán
En estos 50 años de conflicto hubo un sector de la población que también cometió atropellos, que se alió con el narcotráfico y el paramilitarismo, pensando que esa era la forma de acabar con las Farc
Digámonos la verdad: ni la clase política que se untó las manos de sangre, ni los empresarios que financiaron a los grupos paramilitares, ni los generales como Rito Alejo del Río, que patrullaban las regiones de la mano del Alemán, ni la Iglesia que permitió a sus obispos asumir una posición proactiva en defensa del
paramilitarismo, como Io hizo en su momento monseñor Isaías Duarte o monseñor Héctor Gutiérrez Pabón, quien calificó al fundador del narcoparamilitarismo Víctor Carranza como “un defensor de la paz”: ninguno de ellos quieren asumir su cuota de responsabilidad en esta guerra.
Para ese país que se siente inescrutable y que hasta el día de hoy considera casi una profanación el que la justicia hubiese destapado el escándalo de la parapolítica o los falsos positivos, ese es un acto de contrición indigno, inaudito y totalmente injusto. Para ese país, que se siente intocable, los únicos que deben pedir perdón, decir la verdad y resarcir a sus víctimas son las Farc. Y a ellos, a los inescrutables, en lugar de pedirles actos de contrición que los igualen con terroristas, el país entero debería agradecerles por su incansable batalla en defensa de las instituciones democráticas, durante estos 50 años de guerra.
Por eso, según ese país que levita sobre los mortales, a la jurisdicción de paz que se crearía, no deberían ir ni políticos, ni empresarios, ni miembros de la fuerza pública. A ese tribunal solo debería ir la guerrilla de las Farc, que, de acuerdo con su sesgada versión de la historia reciente, son los únicos responsables de los cerca de 200.000 víctimas y más de 50.000 desaparecidos que nos dejó esta guerra.
Así entendí yo, la esencia de las declaraciones del vicepresidente Germán Vargas Lleras, quien por fin tuvo la honestidad de decir lo que pensaba de los acuerdos pactados en La Habana: muy bien que se desmovilicen las Farc y que entreguen sus armas; muy bien que tengan que ir a un tribunal a decir la verdad sobre sus crímenes contra los derechos humanos y que tengan que reparar a sus víctimas; y muy bien que la Fiscalía busque hasta encontrar el dinero de las Farc… pero, ¡caramba!, ¿cómo así que van a llamar a esa misma Jurisdicción Especial para la Paz a empresarios y a políticos a rendir cuentas? ¿Cuentas de qué? ¿De cómo sufrieron la extorsión de las Farc y de cómo van a ser enlodados por falsos testigos?
Yo discrepo de esa visión maniquea sobre lo que nos pasó en estos 50 años de conflicto. Nadie puede negar que las Farc son responsables de mucha de la sangre que corrió en estas décadas; cometieron atropellos en contra de la población que hoy le deben estar quitando el sueño a muchos comandantes. Por primera vez van a tener que decir la verdad y asumir una responsabilidad que hasta ahora habían negado. Tendrán que enfrentar a sus víctimas y aceptar los horrores cometidos: desde el atentado al Club El Nogal, pasando por el secuestro que afectó de manera irreparable la vida de tantos colombianos, hasta el repudiable atentado cometido en contra del propio vicepresidente Germán Vargas Lleras. Si no lo hacen, si no son capaces de resarcir con la verdad a sus víctimas, irán a la cárcel el resto de sus días.
No obstante, no creo que ellos sean los únicos que deban rendir cuentas. En estos 50 años de conflicto hubo un sector de la población colombiana que también cometió atropellos, que se alió con el narcotráfico y el paramilitarismo, pensando que esa era la forma de acabar con las Farc; hubo políticos, empresarios y hasta obispos que creyeron en el proyecto paramilitar, que fueron elegidos con sus votos, que formaron parte de la paraeconomía y obispos que le dieron la bendición.
Todos ellos están en el deber ético de pedirles perdón a las víctimas. No solo las Farc. Incluida la Iglesia, cuya neutralidad en este momento histórico refleja una actitud timorata más cercana al país de Germán Vargas, que al que refleja el acuerdo de paz. Unos y otros, deben ir a esa Jurisdicción de Paz a rendir cuentas.
En ese espectro es que radica la importancia histórica de lo acordado en La Habana: no basta con que las Farc digan la verdad y resarzan a sus víctimas, porque la catarsis sería incompleta y la reconciliación sería una farsa. Se necesita que esa otra parte de la sociedad, que hoy no quiere asumir su responsabilidad, lo haga. Esa es la única manera para que el horror que nos pasó no se vuelva a repetir.
Esta es la razón central que llevó a la fiscal Fatou Bensouda de la CPI a exaltar este acuerdo que se cerró en La Habana con las Farc. Según ella, cumple con los estándares de la justicia internacional porque logra que todos los actores del conflicto –no solo las Farc– vayan a la Jurisdicción de Paz a rendir cuentas. La verdad sana, pero repito, no puede ser un deber ético solo de las Farc.
A los que se van a venir lanza en ristre contra la fiscal de la CPI –no faltará el uribista que diga que es una fiscal castro-chavista–, por haberle dado la bendición a un acuerdo que para muchos es demasiado amplio, les recuerdo la frase lapidaria de Álvaro Gómez, cuando concluyó que el problema del país no eran solo las guerrillas y sus atropellos, sino la existencia de un régimen corrupto, el mismo que terminó asesinándolo. Y no me vengan con el cuento ahora de que él también era castro-chavista.
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