No, no todos quieren la paz: la cúpula del uribismo, hija doctrinaria de quienes promovieron hace 70 años la carnicería de la Violencia, toca sin pudor a la guerra.
Por: Cristina de la Torre - El Espectador.
Así diga que también ella busca la paz, para protegerse con el mismo manto de impunidad que sus antecesores se echaron sobre los hombros. Mientras tanto, parece desplomarse el número de quienes por justificado resentimiento hacia las Farc votarán No. Y se multiplican líderes de la comunidad internacional —el papa comprendido— escandalizados de que haya todavía quien quiera oponerse a la paz en este país, tras medio siglo de guerra crudelísima. Desnuda brutalidad que volvió a proferir amenazas de muerte este 5 de septiembre a las 6 am por la línea telefónica de Leonard en Buenaventura. Ejemplo de elocuencia y entereza, el joven dirigente popular venía de arrojar cuatro verdades al rostro del temible Álvaro Uribe. Le dijo, “con todo respeto”, que no podía el expresidente seguir envenenándolo todo y sembrando incendios en un país abierto por fin a la reconciliación. Que “somos los pobres los que ponemos los muertos, (pues) los ricos no van a la guerra”.
Pero, hoy como ayer, querrán los animadores de la conflagración ocultar su feo rostro tras la máscara del héroe o el santo. No rinden cuentas, nadie los juzga, nada arriesgan. Y la jerarquía de la Iglesia traiciona su deber moral de defender la vida, tras una supuesta neutralidad ante el plebiscito, que podrá resolverse en masacre continuada de inocentes. Manes de su papel en la Violencia. Querrá pasar esta élite, como aquella, sin romperse ni mancharse por la historia. Sin verdad, sin juicio, sin castigo. Sin reparación a las víctimas de la incontinencia verbal y política que en los ejércitos de la extrema derecha movió el gatillo contra la población inerme. Quienes hoy peroran contra la impunidad son los herederos de los que azuzaron aquel salvajismo.
Todas las investigaciones y testimonios coinciden en que la violencia de mediados del siglo pasado fue concebida, calculada y desatada desde arriba. Monseñor Germán Guzmán, coautor de la obra La Violencia en Colombia, dijo que “mientras algunos (altos políticos) vengan al Congreso otorgando respaldo moral a los asesinos a cambio de votos (…) es inútil pretender que cese la violencia. Si los bandidos hablaran, saltarían en átomos muchos prestigios políticos de quienes condenan el delito, pero apelan a sus autores”. Y todo se cocinó en la consigna de hacer invivible la república. De no escatimar en ello la acción intrépida y el atentado personal, al uso entre los fascios de Mussolinni, de quien Laureano Gómez se proclamó seguidor.
León María Lozano, el Cóndor de Tuluá, y Leonardo Espinosa en Trujillo, por ejemplo, fueron patrocinados por el Directorio Conservador y, después, por la propia Gobernación del Valle. Les ofrecieron dinero, respaldo político y armas para volver azul la cordillera occidental del departamento. De allí resultó, entre crímenes sin cuento, la masacre de Betania, donde murieron 300 pobladores. Cualquier parecido con las Convivir, huevo del paramilitarismo, no es coincidencia.
Si la opción del No (a la paz) se impone en el plebiscito, ¿cómo responderán sus promotores ante la historia, ante el pueblo de Colombia y ante el mundo por los nuevos muertos de la guerra? ¿Mandarán a sus hijos al frente de batalla? ¿O todo el peso de esta infamia recaerá de nuevo sobre los sacrificados de siempre: los soldados y los Leonard y los guerrilleros sin oportunidades ni futuro, para que los niños bien puedan indignarse todavía contra el Gobierno afeminado que se rinde al comunismo? Será coartada perfecta para la impunidad de cuello blanco. La de ayer y la de hoy.
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