Endiablo viejo.
Canadá, 1917. Estados Unidos, 1920. Uruguay, 1927. Ecuador, 1929. Puerto Rico, 1929. Brasil, 1932. Chile, 1934. Cuba, 1934. Bolivia, 1938. El Salvador, 1939. Panamá, 1941. República Dominicana, 1942. Jamaica, 1944. Guatemala, 1946. Trinidad y Tobago, 1946. Venezuela, 1946. Argentina, 1947. México, 1947. Surinam, 1948. Costa Rica, 1949. Barbados, 1950. Haití, 1950. Guyana, 1953. Honduras, 1955. Nicaragua, 1955. Perú, 1955.
¿Y Colombia? 1957, de los últimos países de América en dar ese paso.
A principios del siglo XX, muchos años después de La Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano (Francia, 1789), seguían existiendo, por su género o por su raza, millones de seres humanos sin derechos políticos ni civiles en todo el mundo.
En cuanto al género, la discriminación era total, brutal, aplastante. Hoy lo vemos como una viejera que no nos toca, pura cantaleta de feministas intensas, pero eso fue hace nada, fue ayer. A los bebés nacidos con órganos reproductores femeninos los consideraban unas cosas con dueño que debían usar la preposición “de” seguida del apellido del marido una vez se casaban. Todas eran inferiores. Las casadas, las solteras, las negras, las blancas, las mestizas, las hijas de pobres, las hijas de ricos. Pasaban de la potestad del padre a la potestad del esposo. No podían trabajar, ni salir de casa sin permiso, ni estudiar, ni opinar, ni tener dinero en cuentas bancarias, ni planificar, ni viajar solas, ni tomar decisiones propias, ni elegir a sus gobernantes, ni ocupar cargos. Relegadas a los oficios domésticos, a las cocinas, las mujeres eran, en el mejor de los casos, unos floreros decorativos con incubadora incorporada, diseñadas por Dios para procrear, parir, alimentar a su prole y atender al hombre de la casa. La sumisión femenina era necesaria para mantener a la familia en pie, así lo predicaban los curas en sus iglesias. “Porque no olviden: La mujer edifica su hogar”. Así lo decreta La Biblia, es palabra sagrada. Cualquier otra cosa que se saliera de esa estructura tradicional de hombre proveedor y sometedor y mujer felizmente subyugada iba en contra del orden natural de las cosas, de lo moralmente aceptable, de lo correcto, de lo bueno, del designio divino.
La esclavitud ya había sido abolida y los hombres negros tenían, aunque no se les respetaban del todo, derechos iguales a los de los hombres blancos. El racismo, no hay cómo negarlo, ha sido uno de los peores cánceres padecidos en América. Pero lo peor no era nacer negro en esa época, lo peor en realidad era nacer negra. Porque ser mujer en el siglo XX era una desventaja y ser un hombre un claro privilegio. Mujer y negra, ¡vaya! La cosa entonces era cuesta arriba en todo sentido. Por eso recordamos año tras año a Rosa Parks, esa barraca mujer negra que en 1955 se negó a cederle su puesto a un hombre blanco en un autobús en Montgomery, Estados Unidos. Fue juzgada y encarcelada por ese acto de pura y física rebeldía. Pero valió la pena su arrojo. Gracias a ella, más de un año después, se abolió la ley local que decretaba la segregación de blancos y negros en el transporte público. Ahí se sembró la semilla que llevó a Obama, un afroamericano hijo de una pareja interracial (parejas prohibidas hasta hace nada), a la Casa Blanca. Fue gracias a Rosa, a la valentía de esa mujer cansada de la discriminación a la que ella y los suyos eran sometidos a diario, que hoy el mundo es un poco más justo con esa raza, más igualitario.
Así que no nos debe sorprender que al cargo más importante del mundo haya llegado primero un hombre negro y no una mujer negra o una mujer blanca, aunque las mujeres llevemos ya décadas preparándonos igual que los varones. En todo caso, los negros y las mujeres, históricamente hemos ido ahí, parejos, tratando de romper el cristal para llegar a lo que podemos ver a través de él, pero que no logramos alcanzar a pesar de los esfuerzos. La lucha sigue porque la violencia de género continúa cobrando víctimas, porque el racismo perdura, porque la igualdad no se ha logrado del todo, pero los avances son indiscutibles.
La Declaración Universal de los Derechos Humanos -ya no de los hombres ciudadanos sino de todos los humanos, hombres y mujeres de cualquier raza, credo, ideología- se dio en Francia apenas en 1948. La ONU es su gestora y el organismo al que le tocó exigirle a los países que no querían salir de su zona de confort que se adaptaran al Nuevo Orden Mundial. En la lista de países americanos del inicio de este texto lo que se aprecia son los años en los cuales esas naciones permitieron que sus mujeres votaran. Algunos lo hicieron antes de que la ONU existiera, los que van a la vanguardia; otros, por el contrario, modificaron sus Constituciones para cumplir con la orden de Las Naciones Unidas, por obligación.
¿Qué pasó en Colombia?
Pues en Colombia, a pesar de que las mujeres desde 1945 ya eran consideradas ciudadanas, el sufragio femenino seguía absolutamente prohibido porque ningún partido quería darse la pela y enemistarse con la Iglesia Católica. Hasta que en 1954, por fin, y en el colmo de la paradoja, un militar no elegido democráticamente, es decir, un dictador, elevó a derecho constitucional el que las mujeres pudieran elegir y ser elegidas (la Constitución cambió ese año, pero las mujeres votaron por primera vez tres años después). En las calles hubo marchas multitudinarias para impedir que se violara el derecho de la sociedad colombiana a mantener los valores familiares intocables, la estructura de papá en la calle que decide todo, y mamá en la casa que obedece. Desde los púlpitos, los curas católicos presagiaban el fin de la familia si se le daban a la mujer derechos civiles y políticos. Hicieron todo lo que estuvo en sus manos para impedir que las mujeres ejerciéramos nuestro derechos como ciudadanas. Eso fue apenas 17 años antes de que yo naciera. Ayer.
¿A qué se les parece? El país hoy debe acatar otro fallo histórico, esta vez no de la ONU, sino de la Corte Constitucional. Fallo según el cual en ningún colegio del país, sea público o privado, católico o adventista o laico o de la religión que sea, de ricos o de pobres, puede volver a presentarse casos de matoneo que lleven al suicidio de menores homosexuales o lesbianas. Para ello, la sentencia obliga al país a modificar la manera como se está educando a nuestros niños en los colegios en cuanto a género se refiere (incluir en los manuales de convivencia reglas claras para que los colegios sean ambientes seguros libres de discriminación), porque es obvio que un menor al que no se le enseña desde pequeño respeto por la diversidad y por los derechos de las minorías, no sabrá cómo lidiar adecuadamente con los niños LGBTI de su entorno escolar y es posible que incurra en prácticas discriminatorias que desencadenen en casos de bullying. Resultado: así como en los cincuenta salieron a marchar en contra de los derechos de las mujeres, esta semana salieron a marchar en contra de esos niños (entre el 5% y el 10% de la población escolar) esgrimiendo en la mano el mismo libreto trillado, escudándose detrás de la religión, de la fe, de la moral, de Dios, de las buenas costumbres, de los valores familiares, exhibiendo las mismas pancartas. Así de ciego es el miedo. Y así de olvidadizo. Y así de desvergonzado.
Entonces, mujeres marchantes por los valores indestructibles de la familia consignados en Las Sagradas Escrituras, ¿saben lo que hicieron el miércoles? Darse unas puñetazos en la cara ustedes mismas. ¿No lo ven? El 10 de agosto los nuevos chivos expiatorios fueron los menores miembros de la comunidad LGBTI en edad escolar. Son ellos ahora a quienes se les obliga a vivir en la sombra, los inferiores, los abominables, los peligrosos, los sucios, los que van en contra de Dios, de la naturaleza, del orden original de la familia. Hoy el odio recae sobre sus cabezas, los radicalismos, el bullying, la discriminación. Ayer éramos nosotras las apartadas, las señaladas, las segregadas, las peligrosas, las que si no seguíamos enclosetadas acabaríamos con la familia y sus valores y sus principios. Hoy, mientras los niños LGBTI ocupan nuestros lugares de ese pasado no muy lejano, algunas de nosotras, tristemente, se pasaron a la orilla de los matoneadores y persisten en la idea de criar de esa manera a sus hijos. Como Dios manda.
La Historia, o se conoce, o se repite.
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