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A veces el fragor de las noticias no deja ver los cambios hondos que está viviendo una sociedad, pero la firma de una paz negociada entre el Estado y la primera fuerza insurgente será el comienzo de una nueva época en la historia de Colombia.
Medófilo Medina*
Adioses que no se dieron
La paz es hoy el centro de la agenda nacional. El interés en ella subirá de punto a medida que se acerque el plebiscito. Y está bien que así sea.
Pero en el curso de los últimos decenios, Colombia ha estado ante unas ocurrencias verdaderamente históricas sin que al parecer la opinión se hubiera percatado de ellas:
Las emanaciones tóxicas de la guerra sin reglas y de la violencia difusa fueron invadiendo la cultura colombiana.
- Desde mediados de la década de 1980 el café dejó de ser la vértebra del sector externo y el factor central de la economía y la sociedad. Esto había sido cierto durante más de cien años. ¿Qué consecuencias trajo el cierre de ese ciclo prolongado? ¿Fue reemplazado el café por el petróleo, o por el azúcar, las flores, el banano y la palma? Ciertamente que no. ¿Fue reemplazado por las economías subterráneas? Y en este caso ¿a qué costo ético, cultural y político?
- Con el bipartidismo liberal–conservador sucedió algo parecido. Solo que en este campo las cuentas no son de cien años sino de doscientos. A mi juicio los dos partidos nacieron en la Convención de Ocaña de 1828, se fraguaron en la Guerra de Los Supremos (1839-1841) y se formalizaron en 1849. Protagonizaron las guerras civiles del siglo XIX y la Violencia de 1945 a 1964. El bipartidismo dejó de existir como sistema con independencia de que sigan existiendo un partido liberal y un partido conservador que viven de sus tajadas burocráticas.
Y aunque no quepa la nostalgia por la desaparición del bipartidismo, resulta inevitable constatar que aún no se ha conformado un sistema moderno y democrático de partidos, y que tras siglas nuevas asoman las orejas del viejo clientelismo y se advierten las manifestaciones de la parapolítica y la prolongación de las patologías que desde mucho antes escoltaban el ejercicio de la política.
En contraste con los fenómenos anteriores, el proceso de paz no corre el riesgo de pasar desapercibido pues, en primer lugar, se trata de un movimiento planificado u originado en decisiones políticas explícitas. Pero existe la posibilidad indeseable de que no se pondere con suficiente profundidad el significado de la firma del acuerdo, o de que las crispaciones del momento impidan asimilar la densidad histórica que implica la cesación convenida de la guerra entre el Gobierno y una parte decisiva de la insurgencia.
¡Más de 50 años!
Combatientes de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de los Llanos Orientales en 1953. Foto: Wikimedia Commons |
Con frecuencia se repite sin pensarlo mucho que lo que ahora se denomina el conflicto interno cumple más de cincuenta años. En verdad cumple bastantes más, porque ya en 1949 en Sumapaz, Sur del Tolima y Norte del Cauca estaban con las armas en la mano algunos de los protagonistas de las guerrillas actuales: las autodefensas de entonces habían surgido para defender ante todo la vida de los campesinos y no apenas sus tierras.
Si el núcleo del conflicto interno ha sido el enfrentamiento entre el Estado y las fuerzas militares insurgentes orientadas por un programa político y social, en su transcurso se fue configurando una red de vasos comunicantes con los cultivos ilícitos y el narcotráfico. Dentro de este espacio de entrelazamiento surgieron otras ramas nefastas de la violencia, como el paramilitarismo.
Nacido como fórmula contrainsurgente, el paramilitarismo recibió el apoyo de sectores terratenientes y ganaderos así como el estímulo de brigadas del Ejército Nacional. Cuando pareció decaer, la asociación con los capos del narcotráfico le permitió un nuevo aire y asumir una escala mayor de organización y acción. A esas alturas los paras encontraron la manera de hacer compatibles sus fines contrainsurgentes con su reconfiguración como grupos autónomos dedicados a la acumulación económica.
En el rio revuelto de la violencia avanzó la historia muy conocida de monopolización de tierras, ensanchamiento de ganaderías, fomento de la silvicultura y la agricultura industriales y con ellos se precipitaron las consecuencias inevitables, en primer lugar el desplazamiento masivo de la población en diversas regiones. En esa pesca también participaron empresarios que encontraron maneras de evadir el cumplimiento de demandas laborales de los trabajadores o de impedir la creación de sus sindicatos, o de destruirlas en algunos casos.
Matrimonios malditos
En el ejercicio desbocado de una guerra sin reglas las guerrillas se fueron distanciando de las exigencias que les planteaba su propia plataforma ideológica y política. Las contravenciones se asumían como inevitables efectos secundarios de una medicina que debía seguirse administrando. A su turno las Fuerzas Armadas cohonestaron el debilitamiento de su misión de representar y ejercer el monopolio legítimo de la fuerza y el sustento de la pacificación normativa sobre la cual se ha afianzado el Estado moderno en diversos países.
El gamonalismo de estirpe decimonónica alimentó las alianzas nefastas que condujeron a la parapolítica y con ellas a nuevas élites regionales que jugaron un papel importante en la escogencia del primer mandatario. Operación que invariablemente se justificaba en nombre de la lucha contra la insurgencia.
Contrarrevolución cultural
Los Senadores del Centro Democrático José Obulio Gaviria, Alfredo Rangel y Álvaro Uribe. Foto: Centro Democrático |
Las emanaciones tóxicas de la guerra sin reglas y de la violencia difusa fueron invadiendo la cultura colombiana. Ellas inundaban el lenguaje político y circulaban como moneda sana en los medios de comunicación -tanto en los noticieros como en ciertas telenovelas y dramatizados-.
Aquella frase de escolar impulsivo: “Te rompo la cara marica” pudo presentarse como una muestra de elocuencia espontánea y no como una amenaza o un insulto. Esas ocurrencias no deben verse como piedrecillas de un anecdotario costumbrista que acabaría cubriéndolas bajo velos de simpatía. Forman parte de un fenómeno orgánico que he propuesto estudiar bajo el apelativo de una contrarrevolución cultural.
Entiendo el concepto no como restauración regresiva sino como anticipación preventiva. Antes que presentar una definición menciono algunos de los componentes de esta “contrarrevolución”, que examiné con algún detalle en mi libro El rompecabezas de la paz (Bogotá: La Carreta Editores, 2014):
- Pautas de pensamiento y acción que se orientan y buscan legitimarse bajo la conocida divisa de que el fin justifica los medios.
- El sintagma del pragmatismo amoral.
- La aceptación social del uso de la violencia en las relaciones entre las personas.
- El culto al militarismo, bien sea el estatal, el insurgente o el paramilitar.
- El recrudecimiento del autoritarismo y de las diversas formas de la intolerancia.
- La exasperación de los sentimientos de revancha y castigo en el discurso público.
- La expansión en ciertos medios sociales de la estética del Kitsch traqueto.
En virtud de la hegemonía cultural de un tipo de catolicismo funge como epítome de los anteriores componentes lo que K.W Deutsch presenta como la compatibilización inextricable entre valores de muerte y valores legítimos.
En la cultura de cualquier país pueden encontrarse algunos de los elementos anteriores, pero en el caso colombiano lo que inquieta es su presencia simultánea.
La existencia de esa contracultura que ha echado raíces en tantos sectores sociales explicaría la facilidad con la cual se despliega un sistema de afinidades electivas entre manifestaciones que parecen diferentes. Es el caso de las manifestaciones recientes que fueron promovidas por un improvisado frente homofóbico y los que se muestran dispuestos a votar por el no en el plebiscito por la paz. El entrecruce de consignas y estigmatizaciones no debe dejarse sin estudio. Los ataques contra la ministra de Educación Gina Parody con el pretexto de la revisión de los manuales de convivencia de los colegios y que contó con el infortunado pero sintomático concurso de sectores de la iglesia católica son parte de las grietas que atraviesan al mundo espiritual de los colombianos.
Desafío de época
He recordado el contexto y factores importantes del la guerra en Colombia y he esbozado elementos de orden cultural para llamar la atención sobre la necesidad de ver el conflicto interno como un sistema con historia.
También la búsqueda de la paz ha trazado su propia historia como algo que ha hecho camino al andar mediante la acción frecuentemente contradictoria de gobiernos y guerrillas. Hay mucha distancia de por medio entre la Mesa de la Habana y los torpes movimientos iniciales de la paz como fueron la Ley 37 de “amnistía condicional” o la configuración de la primera y efímera comisión de paz, presidida por el expresidente Lleras Restrepo en 1981 bajo la administración de Turbay Ayala.
Existe la posibilidad indeseable de que no se pondere con suficiente profundidad el significado de la firma del acuerdo.
He presentado consideraciones sobre la cultura o culturas de los colombianos y colombianas sólo para presentar el orden de magnitud histórica en el que hoy se presenta el proceso de paz. Estamos ante un proyecto nacional con un potencial mega-incluyente que va más allá de los seis puntos de la agenda. Esto es cierto aún sin aludir al potencial para resolver el gran tema mal resuelto unas veces, aplazado otras de la articulación nacional del país mediante la incorporación democrática y equitativa de las regiones tan castigadas y a la vez promovidas por el conflicto interno.
Hoy los colombianos y colombianas estamos frente a la paz como una oportunidad de iniciar la construcción de un país distinto del que hemos conformado tanto nosotros como quienes nos antecedieron. Esa posibilidad nace de la centralidad creada por intereses o permitida por inercia del conflicto interno a lo largo de decenios. ¡El desafío es entonces de época!
*Cofundador de Razón Pública. Para ver el perfil del autor, haga clic en este enlace.
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