Autor: Francisco Toloza/Marcha Patriótica.
Imagen: Tomada de
internet.
“Todo cuanto existe
merece perecer”
Federico Engels
Federico Engels
Sin duda alguna,
todos aquellos que logramos salir vivos y cuerdos de esa máquina de destrucción
que es el sistema penitenciario, lo hacemos con el inmenso compromiso de luchar
día a día por buscar la libertad de los miles de hombres y mujeres reducidos en
su humanidad por la insania del régimen jurídico colombiano vigente. Adeudaba
empezar a rubricar este deber para con mis compañeros retenidos por el Estado,
así como saludar la ingente solidaridad nacional e internacional recibida para
con mi caso, que tomo ante todo como un grito acompañante de los espíritus
libres para con los prisioneros políticos colombianos, de apoyo a la Marcha
Patriótica como opción política por la transformación, y como clamor por la
auténtica democratización de nuestro país, que incluye necesariamente el
replanteamiento de fondo de todo el sistema judicial y carcelario.
Sin pretender hacer jactancia, sería inenarrable saludar particularmente a todas las organizaciones, partidos, colectivos o personalidades democráticas de Colombia y el mundo que se han pronunciado contra mi judicialización –que hoy persiste pese a mi libertad-, pero para cada uno de ellos está el más inmenso agradecimiento a nombre no solo personal sino del pueblo colombiano que se mantiene luchando con vocación de poder, del conjunto de la población carcelaria sometida a la ignominia irracional y cotidiana de las prisiones, y especialmente de todos los prisioneros políticos del país, cuya liberación seguirá siendo una condición necesaria para la verdadera paz estable, duradera y democrática en Colombia.
Entrego para la discusión y el debate público un primer texto sobre la situación general de las prisiones colombianas, su crisis profunda y la necesidad de la transformación estructural, donde la demoledora frase de Engels toma pleno sentido en la medida que nos adentramos en esta realidad de la que no debiese quedar piedra sobre piedra. Vendrán a posteriori otras notas sobre la problemática particular de la criminalización y los prisioneros políticos, justo cuando hoy el país discute la posibilidad de la finalización del conflicto.
Aguda crisis del
sistema penal y penitenciario colombiano
Doscientos años de lastre santanderista desembocan en la aguda crisis del sistema judicial y carcelario nacional, reconocida como tal desde los más diversos ángulos. Por razones políticas y económicas el estado colombiano ha venido desarrollando un auténtico “populismo punitivo”,-como la califica el mismísimo Viceministro de Justicia Miguel Samper- donde de forma falaz se pretende presentar la criminalización y encarcelamiento como salida mágica a los problemas sociales y de seguridad que sufre la ciudadanía. En los últimos 14 años se han tramitado 37 reformas al Código Penal para incrementar las penas o para crear nuevas figuras delictivas, y ninguna en cambio para rebajar condenas o despenalizar conductas. Esta plétora de enmiendas no ha significado una merma en la criminalidad ni una mayor seguridad para el ciudadano del común, como lo reconocen las mismas autoridades estatales. La reciente reforma al Código Penitenciario, Ley 1709 de 2014, si bien apunta al descongestionamiento carcelario, se convierte en un paliativo bastante ínfimo ante la crisis estructural del uso no racionalizado de la prisión por parte del estado colombiano, y aun así no ha logrado hoy producir los efectos esperados.
Doscientos años de lastre santanderista desembocan en la aguda crisis del sistema judicial y carcelario nacional, reconocida como tal desde los más diversos ángulos. Por razones políticas y económicas el estado colombiano ha venido desarrollando un auténtico “populismo punitivo”,-como la califica el mismísimo Viceministro de Justicia Miguel Samper- donde de forma falaz se pretende presentar la criminalización y encarcelamiento como salida mágica a los problemas sociales y de seguridad que sufre la ciudadanía. En los últimos 14 años se han tramitado 37 reformas al Código Penal para incrementar las penas o para crear nuevas figuras delictivas, y ninguna en cambio para rebajar condenas o despenalizar conductas. Esta plétora de enmiendas no ha significado una merma en la criminalidad ni una mayor seguridad para el ciudadano del común, como lo reconocen las mismas autoridades estatales. La reciente reforma al Código Penitenciario, Ley 1709 de 2014, si bien apunta al descongestionamiento carcelario, se convierte en un paliativo bastante ínfimo ante la crisis estructural del uso no racionalizado de la prisión por parte del estado colombiano, y aun así no ha logrado hoy producir los efectos esperados.
Esta política
criminal liberticida, además de la ampliación sistemática de las delitos y las
penas, tiene como particular característica el apresamiento incluso de personas
que se encuentran en etapa de procesamiento judicial pero sin haberse juzgado
su responsabilidad en ningún delito, haciendo que hoy el 30.8% de los reclusos
que atiborran las cárceles sean sindicados, más de 36.000 personas que pudiendo
defenderse en libertad entran a ahondar el crítico hacinamiento de los centros
penitenciarios colombianos bajo la cuestionable figura de prisión preventiva,
en medio de la categorización con suma ligereza de “peligro para la sociedad”
que hacen los fiscales, quienes pareciesen funcionar en una cadena fordista de
producción de medidas de aseguramiento. La obsesión por la cárcel de los
legisladores y la rama judicial colombiana es tal, que ni siquiera condiciones
excepcionales que deberían paliar este drama logran mitigarlo: los enfermos
graves viven una versión penitenciaria del “paseo de la muerte” antes que
obtener su excarcelación, mientras que hoy 155 niños menores de 3 años están
prisioneros con sus progenitoras, 100 mujeres más gestan sus hijos tras las
rejas y un número incontable de menores han sido arrancados de sus madres, ante
la inexistencia de una reglamentación más humana en estos tópicos.
Sobrepoblación y
hacinamiento es el panorama: 117.000 presos intramuros en 75.000 cupos, con
hacinamiento nacional de 55,6% (más de 40.000 reclusos de sobrecupo) pero que
en algunas penitenciarías puede llegar al 400%. Esta gigantesca cifra,
sumada a los más de 30 mil presos extramuros en detención domiciliaria,
convierte a nuestro país en un estado carcelero y punitivo como ninguno en
América Latina. Por la cantidad de gente apresada, Colombia ocupa el tercer
puesto en la región, –después de Brasil y México-, y el 13 en el mundo;
mientras que en términos de sobrepoblación, estamos en el octavo lugar global.
De lejos somos el país con mayor número de prisioneros por habitante en América
Latina y solo baste recordar que esta crisis sostenida fue declarada hace ya 16
años, cuando la mismísima Corte Constitucional en sentencia T-153/98, decretó
la existencia en las cárceles colombianas de un “estado de cosas
inconstitucional”, por el hacinamiento que en aquel momento estaba en el 41%.
La sobrepoblación
solo trae más penurias a los retenidos. El 45% de los reclusos no puede acceder
a ninguna actividad de descuento u ocupación. Los internos subsisten en menos de
los 3,4 metros cuadrados definidos como mínimos por el Comité Internacional de
la Cruz Roja. Las condiciones de salubridad son insostenibles máxime en centros
penitenciarios como el de La Tramacúa en Valledupar donde el suministro de agua
es insuficiente y se usa como mecanismo de control a los presos, y las
enfermedades epidémicas son pan de cada día en los patios de las distintas
cárceles, mientras la atención de salud concesionada a la EPS Caprecom, célebre
por su negligencia y corrupción, sigue cobrando la vida directa e indirecta de
los presos que no reciben una atención adecuada y oportuna. Por no hablar de la
palmaria negación al derecho de intimidad en los pabellones hacinados, donde se
suprimen de facto las visitas conyugales y cualquier tipo de visita es sometida
a tratos degradantes. La misma Corte Constitucional tuteló este derecho de los
detenidos en sentencia T-815/13 a propósito de la existencia de solo 20
compartimentos “habilitados” para la visita conyugal de los casi 5000 presos
del ERON Picota en Bogotá, pero al igual que las múltiples tutelas sobre salud,
traslados o libertad han sido desconocidas flagrantemente por las instituciones
carcelarias.
Ante estas cifras de
seguro los defensores de este irracional modelo punitivo exigirán la construcción
de más cárceles –cuando ya hoy se levantan 9 edificaciones nuevas- y pedirán
más recursos para el INPEC, que representa hoy un desangre presupuestal que
bordea el billón de pesos. Pero el problema es más complejo e insostenible para
el estado colombiano: en un país con solo 30 universidades públicas hay 138
cárceles, de las cuales 129 registran sobrecupo. Desde el punto de vista
económico, datos del Ministerio de Justicia muestran que sostener un cupo
carcelario le cuesta al país cerca de 14 millones de pesos al año, (7 mil
dólares aproximadamente) igual a lo que se invierte en 3,5 cupos universitarios
en el mismo período.
El crecimiento de la
población carcelaria es exponencial: mientras en el año 2000 había cerca de
50.000 reclusos hoy cuando se está cerca de 120.000, ha habido un aumento del
140% de la población carcelaria. Las 11 nuevas cárceles construidas en este
mismo período han logrado casi duplicar los cupos de reclusión de 38.000 a
76.000 pero el hacinamiento subió de 16% en 2001 a más del 50% y el déficit de
cupos de algo menos de 7000 a más de 40 mil. Detrás del populismo punitivo
están no solo los intereses demagógicos de legisladores ociosos ignorantes de
la problemática penal y criminológica, ni el sesgo conservador propio de los promotores
de las soluciones de facto a los dramas sociales, sino la puesta en marcha en
Colombia de un auténtico complejo industrial penitenciario, como bien lo define
la luchadora norteamericana Angela Davis, un lucrativo negocio del castigo:
macabra empresa del capitalismo en crisis, que crea una amplia masa
“encarcelable” partiendo de la sistemática exclusión social, para luego
incorporarlos al mercado a través del aprisionamiento masivo que representa
ingentes consumos y gigantescas ganancias de los consorcios penitenciarios.
En el año 2000
en el marco del Plan Colombia, el Ministerio de Justicia firmó el
"Programa para la Mejora del Sistema Penitenciario Colombiano", con
la embajada de EE.UU. en Bogotá, gracias al cual, USAID y la Oficina Federal de
Prisiones de los EE.UU. financiaron y asesoraron un proyecto para la
construcción y / o rediseño de hasta 16 prisiones de seguridad media o máxima.
La implantación de este nuevo régimen carcelario que pomposamente el INPEC
llama “Nueva Cultura Penitenciaria”, no es nada distinto al calco y copia del
fallido, nefasto y nefando sistema de prisiones norteamericano, que tiene tras
las rejas a 1 de cada 30 de sus ciudadanos: encarcelamiento masivo, esquemas de
aislamiento social, recias restricciones y controles para los presos,
privatización progresiva de los distintos “servicios carcelarios” y tratamiento
de guerra a los detenidos, a través de la militarización de los centros de
reclusión, mediante transformaciones en la guardia y órganos de custodia del
penal.
Más allá del derroche
de concreto de las “mega-cárceles” están los mega-negocios bien concretos de
los contratistas privados que surten como proveedores de estas instituciones.
Con la masificación de la prisión, crecen las contrataciones y se consolidan un
auténtico renglón económico que se lucra de la privación de la libertad de los
seres humanos, negocio que se acentúa con la proliferación de las alianzas
público-privadas también a nivel de centros penitenciarios. Se ceban con las
prisiones colombianas grandes empresas ligadas al complejo militar industrial,
bien sea de origen colombiano (empresas familiares de exmilitares
fundamentalmente) o auténticas transnacionales del sector que blindan sus
acciones en bolsa con la tendencia creciente de nuestros compatriotas privados
de libertad.
Claro está, como es
propio de Macondo el plagio sale peor que el original. Se copia el esquema
restrictivo, se calca la mercantilización de las prisiones y se imita hasta la
arquitecturiente de nuestros compatriotas privados de libertad.
Claro está, como es
propio de Macondo el plagio sale peor que el original. Se copia el esquema
restrictivo, se calca la mercantilización de las prisiones y se imita hasta la
arquitectura de las cárceles, pero se ignoran presupuestos básicos de este
mismo régimen penitenciario como el mínimo vital o la utilización plena del
tiempo del detenido. Coloquialmente se dice en los patios de las cárceles
colombianas: “Es un modelo gringo pero bajo la administración del INPEC”,
institución desconocedora hasta de sus propias normas, de ineficiencia contumaz
y carcomida por una corrupción que raya en lo gansteril. Dentro de esta
institución actúa una auténtica “Cosa Nostra” que se convierte en el
hostigamiento cotidiano para los detenidos, abogados y visitas que no entren a
estimular su dinámica mafiosa, pero que al mismo tiempo se eleva a los más
altos niveles. Solo a manera de ejemplo, bajo el gobierno Uribe, la
construcción de las 11 nuevas cárceles y la adecuación de 19 más tuvo un
sobrecosto de más de 1 billón de pesos, es decir 27 veces lo presupuestado
inicialmente, según la Contraloría General de la Nación. O como olvidar que la
directora de la indigna Cárcel de Valledupar, Emilda Vásquez Oñate está
detenida por intento de homicidio contra el jefe de Vigilancia del mismo penal,
en medio de una vendetta entre mafias y funcionarios.
Este maremágnum de
ignominias,- que se pretende coronar importando prisioneros de la base
norteamericana de Guantánamo-, es el que el establecimiento ofrece como “opción
de paz” para sus interlocutores en la Mesa de La Habana, en su insistencia
obsesa pero equivocada en identificar las mazmorras como conjuro infalible a
todos los problemas nacionales, cuando por medio de sus tribunos editoriales
exige cárcel para los insurgentes con quien dialoga, contrariando todas las
experiencias de acuerdos internacionales al respecto.
Por un movimiento
nacional carcelario
Los presos colombianos no hemos perdido nuestra ciudadanía ni ninguno otro de nuestros derechos. Somos sujetos sociales y políticos, parte del pueblo soberano y del poder constituyente en ciernes. Por ello la degradante situación sufrida por la población carcelaria, obliga a la participación directa de ésta en la búsqueda de soluciones. Los reclusos, los procesados, nuestras familias, nuestros defensores, las organizaciones solidarias y los mismos trabajadores del INPEC, debemos ser parte de esta necesaria transformación del régimen penal y penitenciario nacional, junto a otras voces autorizadas como las facultades de Derecho de las universidades del país y los centros de pensamiento alrededor de estos tópicos a nivel nacional e internacional, incluyendo la interesante vertiente abolicionista que se abre paso a nivel global.
Los presos colombianos no hemos perdido nuestra ciudadanía ni ninguno otro de nuestros derechos. Somos sujetos sociales y políticos, parte del pueblo soberano y del poder constituyente en ciernes. Por ello la degradante situación sufrida por la población carcelaria, obliga a la participación directa de ésta en la búsqueda de soluciones. Los reclusos, los procesados, nuestras familias, nuestros defensores, las organizaciones solidarias y los mismos trabajadores del INPEC, debemos ser parte de esta necesaria transformación del régimen penal y penitenciario nacional, junto a otras voces autorizadas como las facultades de Derecho de las universidades del país y los centros de pensamiento alrededor de estos tópicos a nivel nacional e internacional, incluyendo la interesante vertiente abolicionista que se abre paso a nivel global.
De fondo dos aspectos
insoslayables para repensarse la prisión: la causa y el fin de ésta. La
causalidad estructural de la creciente criminalidad no puede ser leída como
malignidad congénita, sino como producto de la grave crisis social y política,
que requiere grandes cambios en todos los ámbitos, lejos de la fórmula
unidimensional de la cárcel como salida a todas nuestras problemáticas. La
población carcelaria somos fundamentalmente un sector del pueblo colombiano más
víctimas que victimarios: antes que la formalidad legal nos declarase “peligro
para la sociedad”, la sociedad previamente había sido un peligro real y
efectivo para nosotros.
En segundo momento,
nadie puede perder de vista que las penitenciarías no pueden ser vistas como
depósitos sempiternos de hombres y mujeres disonantes con las normatividades
sociales impuestas, sino que deben formar parte de un sistema integral de
resocialización. Hoy nadie piensa que las cárceles colombianas sean un
instrumento certero para corregir el crimen sino por el contrario un caldo de
cultivo infinito para el crecimiento delictivo. Prima la noción judeo-cristiana
del castigo antes que la racionalidad de la proyección de hombres y mujeres
nuevas que han perdido momentáneamente su libertad pero no deben por ello
perder su dignidad y demás derechos. En este orden de ideas se mantienen
incólumes esquemas disciplinarios caducos e irracionales en cuanto a la
comunicación, la socialización, la cultura, los horarios y demás,
verdaderos reglamentos de panópticos decimonónicos en medio de la fragilidad
absoluta de planes laborales y educativos, desbordados por la incontrolada
sobrepoblación, riñendo plenamente con la auténtica posibilidad de reinserción
social.
Estas realidades y
marco de análisis, nos unen por igual a presos sociales y políticos colombianos
cuyas reivindicaciones básicas deben empezar a tener curso y eco más allá de
los barrotes, como lo propone el Movimiento Nacional Carcelario: Solución
estructural al problema de hacinamiento mediante reformas de fondo al Código
Penal; adecuación de infraestructura acorde a la actual población carcelaria;
alimentación de calidad, balanceada y respetuosa de las distintas dietas
especiales; régimen especial de salud y eficiente prestación del servicio
médico; garantías de comunicación; no a los traslados de alejamiento familiar
de los detenidos; contra la tortura, el aislamiento y otras formas de represión
a los retenidos; por el acceso a la cultura, la recreación y el deporte;
otorgamiento efectivo a los subrogados penales y beneficios administrativos a
todos los presos; veeduría de la población carcelaria en la administración del
penal y la necesaria mesa de diálogo entre el Ministerio de Justicia y los
presos, son hoy los aspectos más sentidos y urgentes.
Un régimen legal y
judicial ilegítimo que debe ser cambiado.
Las prominentes problemáticas expuestas son solo la punta del iceberg de una crisis mayor: la de la justicia, la ley y por ende del mismo estado colombiano. Es esta crisis judicial y legal derivada de una profunda crisis política, la que encarna el deplorable panorama penitenciario.
Las prominentes problemáticas expuestas son solo la punta del iceberg de una crisis mayor: la de la justicia, la ley y por ende del mismo estado colombiano. Es esta crisis judicial y legal derivada de una profunda crisis política, la que encarna el deplorable panorama penitenciario.
No puede haber
legitimidad de condenas cuando el ejercicio de la justicia en Colombia se halla
mancillado por la cooptación de mafias legales e ilegales, intereses
clientelistas y del bloque de poder. Es de público conocimiento el
cuestionamiento a la rama judicial por haber transformado el sistema de
contrapesos institucionales en un verdadero carrusel clientelar para beneficio
de todas las camarillas que esquilman las diferentes ramas del poder público,
así como la escandalosa politización de entes como la Fiscalía desde la
administración de Luis Camilo Osorio y la Procuraduría bajo la tutela de
Alejandro Ordoñez, que actúan realmente como inquisición macartista contra
todos los procesados políticos del país y que ejercen su labor para beneplácito
de los medios de comunicación, que acicatean el errado populismo punitivo.
Mucho menos existe la llamada imparcialidad judicial, cuando las FFAA y la
Policía Nacional bajo el control indirecto de la intervención militar
norteamericana en Colombia, son los generadores de pruebas contra sus
contradictores políticos, por no recordar el papel jugado por la policía
política DAS y hoy reasignado a la SIJIN o cuando los conspicuos delincuentes
del establishment son protegidos jurídicamente por sinnúmero de prebendas a las
que no accede un procesado de a pie.
La cesión del estado
colombiano de su soberanía jurídica a través de la extradición de nacionales y
otros acuerdos de subordinación política limita efectivamente el ejercicio de
impartir justicia, mientras la corrupción y clientelismo de las altas cortes
que se han hecho más que prominentes en la última coyuntura, evidencian
la ausencia de meritocracia y control popular en la rama, dificultades de
diseño institucional y la creciente penetración de empresas criminales en todas
las escalas. Pero paradójicamente se nos pide a los procesados que estamos
fuera de este contubernio de poderes fácticos, que esperemos una administración
salomónica de justicia de este aparato decadente, obsecuente con intereses imperiales
y cuya legitimidad es cuestionada hoy desde mismos sectores del
establecimiento.
De igual forma, se
nos pretende inculcar la creencia en la ley, buscando que se obvie su origen:
el desprestigiado poder legislativo. ¿Qué puede parir un Congreso de Names y
Ñoños, Gerleins y Obdulios, Palomas y Uribes? Qué legitimidad puede tener
una legislación definida por un parlamento elegido por menos del 40% de la
población? Indefectiblemente estamos ante un poder legislativo que no
representa los intereses de las mayorías, que no es el Congreso de la paz, ni
de la transformación del régimen penal y carcelario colombiano, y que muy por
el contrario diseña todo el andamiaje para que el sistema del que ellos se
benefician, se mantenga intacto.
Viciadas por espurias
las instituciones públicas que han gestado y perpetuado el actual estado
de cosas, -incluida la sostenida y aguda crisis carcelaria-, la solución real a
nuestras problemáticas no vendrá de este poder constituido, sino que requerirá
su transformación desde el pueblo soberano en poder constituyente. Colombia
necesita una nueva política criminal y carcelaria digna así como una rama
judicial renovada y legítima, pensadas ambas para un país en paz, requerimos
reinvertarnos como nación, rehacer el estado y sus poderes públicos; y el
escenario más propicio para ello no son los manidos mecanismos institucionales
actuales, sino el espacio democrático y participativo para todos los ciudadanos
por excelencia, una Asamblea Nacional Constituyente que rompa de una vez por
todas con los barrotes físicos e históricos que nos subyugan: una nueva carta
magna para la paz y la libertad.
Compañeros víctimas
de la rama Judicial, víctimas de la cárcel: Nos vemos en la Constituyente!!
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