- Escrito por Insurgente.org/
Tras la farsa de la “transición democrática” y
el espejismo del “Estado del bienestar”, el concepto de clase social se
ha difuminado hasta casi desaparecer del discurso político y, lo que es
aún más preocupante, de la propia conciencia de los explotados.
Mucho antes que Marx y Engels, ya lo dijo Platón: “En todas las
ciudades, grandes y pequeñas, hay dos bandos en guerra permanente: los
ricos y los pobres”. Y en esta “guerra permanente” entre clases
enfrentadas e irreconciliables vieron la clave del funcionamiento social
los autores del Manifiesto Comunista, que no en vano empieza diciendo
que la historia de todas las sociedades humanas, hasta hoy, es una
historia de lucha de clases.
Pero en las últimas décadas los poderes establecidos han puesto especial empeño en ocultar, o cuando menos desvirtuar, esta evidencia histórica. No es casual que la eclosión de intelectuales posmodernos, relativistas culturales y “nuevos filósofos”, hábilmente promocionados por el poder, se produjera a raíz de las revueltas estudiantiles de mayo del 68: si el fantasma del comunismo recorría las universidades, templos de la cultura, la burguesía asustada -materia prima del fascismo- tenía que contraatacar en el terreno cultural. Si la demonización del marxismo no era suficiente (e incluso le confería cierto atractivo, sobre todo para los jóvenes), había que desprestigiarlo intelectualmente, tacharlo de simplista y, lo que es aún peor, de “antiguo”.
Y, por desgracia, muchas organizaciones pretendidamente marxistas, con su lamentable deriva dogmática, les facilitaron la tarea a sus detractores (por no hablar del mal llamado “socialismo real”).
Algunos conceptos básicos del marxismo, como los de alienación o fetichismo, o la idea de que las relaciones de producción e intercambio determinan la estructura y el funcionamiento de una sociedad, son difícilmente cuestionables, de modo que los antimarxistas han concentrado sus ataques en el punto clave: la lucha de clases. Y no es que este concepto sea más cuestionable que los otros, sino que, en los países ricos, las diferencias de clase más ostensibles llegaron a desdibujarse lo suficiente como para que, en nuestra sociedad del espectáculo y las falsas apariencias, algunos pudieran hablar sin despeinarse del “fin de la historia” (es decir, del fin del conflicto social).
Decir que la actual crisis ha tenido algún efecto positivo, sería agraviar a los millones de personas que se han visto duramente afectadas por ella; pero, al menos, ha servido para que quienes parecían haberlo olvidado (si es que alguna vez lo supieron), se den cuenta de que, aquí también, el enriquecimiento desmedido de unos pocos es la causa directa del empobrecimiento de muchos. Y precisamente en eso consiste el despertar de la conciencia de clase: en identificar al enemigo; en darse cuenta de que los responsables de la crisis no son los inmigrantes ni los “terroristas”, sino las multinacionales, los bancos y sus políticos a sueldo.
El segundo paso, la consolidación de la conciencia de clase, es comprender que las multinacionales depredadoras, los bancos sin escrúpulos y los políticos corruptos no son accidentes ocasionales del capitalismo, sino consecuencias inevitables de su lógica perversa; y parece ser que muchas personas y movimientos sociales que partieron de reivindicaciones ingenuamente coyunturales, empiezan a verlo claro.
El paso siguiente es unirse frente al enemigo común, que es la única manera de derrotarlo.
Pero en las últimas décadas los poderes establecidos han puesto especial empeño en ocultar, o cuando menos desvirtuar, esta evidencia histórica. No es casual que la eclosión de intelectuales posmodernos, relativistas culturales y “nuevos filósofos”, hábilmente promocionados por el poder, se produjera a raíz de las revueltas estudiantiles de mayo del 68: si el fantasma del comunismo recorría las universidades, templos de la cultura, la burguesía asustada -materia prima del fascismo- tenía que contraatacar en el terreno cultural. Si la demonización del marxismo no era suficiente (e incluso le confería cierto atractivo, sobre todo para los jóvenes), había que desprestigiarlo intelectualmente, tacharlo de simplista y, lo que es aún peor, de “antiguo”.
Y, por desgracia, muchas organizaciones pretendidamente marxistas, con su lamentable deriva dogmática, les facilitaron la tarea a sus detractores (por no hablar del mal llamado “socialismo real”).
Algunos conceptos básicos del marxismo, como los de alienación o fetichismo, o la idea de que las relaciones de producción e intercambio determinan la estructura y el funcionamiento de una sociedad, son difícilmente cuestionables, de modo que los antimarxistas han concentrado sus ataques en el punto clave: la lucha de clases. Y no es que este concepto sea más cuestionable que los otros, sino que, en los países ricos, las diferencias de clase más ostensibles llegaron a desdibujarse lo suficiente como para que, en nuestra sociedad del espectáculo y las falsas apariencias, algunos pudieran hablar sin despeinarse del “fin de la historia” (es decir, del fin del conflicto social).
Decir que la actual crisis ha tenido algún efecto positivo, sería agraviar a los millones de personas que se han visto duramente afectadas por ella; pero, al menos, ha servido para que quienes parecían haberlo olvidado (si es que alguna vez lo supieron), se den cuenta de que, aquí también, el enriquecimiento desmedido de unos pocos es la causa directa del empobrecimiento de muchos. Y precisamente en eso consiste el despertar de la conciencia de clase: en identificar al enemigo; en darse cuenta de que los responsables de la crisis no son los inmigrantes ni los “terroristas”, sino las multinacionales, los bancos y sus políticos a sueldo.
El segundo paso, la consolidación de la conciencia de clase, es comprender que las multinacionales depredadoras, los bancos sin escrúpulos y los políticos corruptos no son accidentes ocasionales del capitalismo, sino consecuencias inevitables de su lógica perversa; y parece ser que muchas personas y movimientos sociales que partieron de reivindicaciones ingenuamente coyunturales, empiezan a verlo claro.
El paso siguiente es unirse frente al enemigo común, que es la única manera de derrotarlo.
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