Por Germán UribeVer más artículos de este autor
OPINIÓN. Que la justicia reclamada por las madres de los adolescentes de Soacha y Cajamarca y las de todos los “falsos positivos” sea pronta y severa, es también responsabilidad nuestra.
Foto: SEMANA
Los
“falsos positivos”, entrados en furor durante el régimen del Presidente
Uribe, y tras largos años de afianzamiento y desarrollo, han venido
constituyéndose en una especie de “marca” colombiana. O si se quiere, en
un tipo de slogan negativo para nuestro país. Así, cómo no, cualquier
mente pu
nzante y perversa, para referirse a nosotros desde
cualquier lugar del mundo, bien podría buscarle a este fenómeno cruel
una explicación repasando las convocatorias que el gobierno hace al
turismo internacional cuando para vender nuestra imagen nos promueve con
estos ambiguos distintivos: "Colombia, el riesgo es que te quieras
quedar", o “Colombia es Pasión”.
Pero
hablemos acá entre nosotros, y pasemos al punto. Todos los falsos
positivos me han provocado siempre, uno a uno, una repulsión próxima a
la arcada. Los de Soacha, emblemáticos, lograron en su momento afectar
mi moderación y encender mi ira. Pero hay uno de ellos que conservo en
la memoria y en el corazón sin permitir que nada ni nadie logre
disiparlo para que el olvido no termine siendo cómplice de la brutalidad
humana, o de la abominable impunidad enseñoreada en el reino nuestro de
la barbarie y la hamponería.
Antes de
referirme a éste debo confesar, no con el placer de la vindicta
consumada, sino de la justicia cumplida, la alegría que me produjo el
fallo de la Corte Suprema de Justicia de hace pocos días que dejó en
firme la condena de 40 años de prisión a dos militares por su
responsabilidad en una masacre ocurrida -también como la que me dispongo
a narrar ahora- en el municipio tolimense de Cajamarca.
En
este caso, crimen tal que podría sublevar al mismísimo satanás, los
“buenos muchachos”, el cabo segundo Wilson Casallas Suescún y el soldado
profesional Albeiro Pérez Duque, adscritos a la compañía Búfalo, del
Batallón Rooke y a la Sexta Brigada del Ejército Nacional, fueron
encontrados culpables de los delitos de concierto para delinquir
agravado, desaparición forzada agravada, secuestro extorsivo agravado,
cohecho por dar u ofrecer, tortura en persona protegida, hurto
calificado agravado y homicidio en persona protegida. Y es que
comenzando noviembre de 2003, varios campesinos fueron retenidos por
ellos con la excusa infame de que podrían ser colaboradores de la
guerrilla, y en estado de absoluta indefensión, golpeados, torturados, y
ahogados dentro de bolsas negras llenas de jabón en polvo. Los
militares, ostentando distintivos de Contraguerrilla, tras cavar una
fosa, les dieron muerte a balazos y luego de descuartizarlos los fueron
depositando en ella.
Ahora bien, vamos a lo que vinimos. El
falso positivo del que he hecho mención como el más doloroso y aberrante
de cuantos he conocido, decidí escribirlo en tres actos dado su
inequívoco acento propio de alguna tragedia griega.
Primer acto
Tarde
del Sábado Santo de la Semana Mayor de 2004. En Cajamarca, en el Paraje
El Placer, del caserío Potosí, una familia de jóvenes campesinos,
apenas comenzando a cenar, es sacada de su casa a la fuerza por una
patrulla del batallón contrainsurgente Pijaos cuyo plan de acción tenía
por nombre “Atacador”. Los jóvenes se aprestaban a atender de urgencia a
un bebé enfermo. Debían desplazarse a pie hasta la población de Anaime,
distante 25 kilómetros de su modesta morada. Horas después, sin
embargo, bordeando las 9 de la noche, y a 9 kilómetros de allí, Albeiro
Mendoza Reyes, de 18 años, Julio César Santana Gutiérrez, de 14,
Nolberto Mendoza Reyes, de 24, Yamile Ureña Arango, de 17, y su bebé de 6
meses, Cristian Albeiro Mendoza, son acribillados con certeros tiros de
fusil que destrozan los cráneos de madre y bebé. En medio del reguero
de muertos se puede apreciar a Nolberto aún con vida pero agonizante
suplicando sobre la tierra enmalezada del sendero. Y de pronto, el
destello del fuego de una ráfaga sobre él... Se advierte, con todo, y
como una especie de premonición sobre los atenuantes que irían a
alegarse más tarde, que la noche permite sin obstáculos de visibilidad
el angustiado desplazamiento de los adolescentes y su criatura. La
neblina no obstruye la visión de las víctimas ni la de sus verdugos. Es
por ello que, para inmunizar a los unos y desgraciar a los otros, es la
luna luminosa pero convenientemente muda quien funge como único testigo
de cargo de la atroz tragedia. Ahora es lunes. Han transcurrido menos de
48 horas. Un vecino de los Mendoza, Ernesto Saraza, revisa la casa de
sus amigos. ¿Qué encuentra?: “... la puerta abierta, los cerdos adentro,
los platos servidos, dos ollas con comida en el fogón y la ropa tendida
afuera...” Y más: reposan aún las cobijas, los pañales y el biberón a
medio consumir del bebé, así como la tarjeta de identidad de Albeiro.
Ah, “y el carné de vacunas del bebé, necesario para que recibiera
atención médica.”
Segundo acto
El
ejército da su parte de “guerra”: “Fueron hechos que se produjeron en
circunstancias confusas”. “Y la neblina...” Y es que los “soldados de la
Patria” sólo buscaban afanosamente a un guerrillero herido oculto en
“alguna” casa. Pero ante el “inminente” contacto con terroristas, y
“previa advertencia de detención no atendida”, se dispara a 30 metros de
distancia contra “un grupo indefinido.” (Los niños labriegos). El
presidente Uribe, tras visitar personalmente al otro día el sitio de la
masacre, manifiesta por la televisión “su convencimiento de la buena fe
del ejército”, aduciendo, además, para esquivar una obligada condena del
crimen, haber visto a la soldadesca “tan afectada por el dolor”. Más
tarde, Presidente y ejército arguyen que a la neblina se sumaba el mal
tiempo, y acceden a la eventualidad de un “error militar” para atenuar
lo que a la penumbra de la noche, la luz de la luna o el resplandor del
sol, no era otra cosa que un nuevo “horror militar”.
Tercer acto
Agosto
de 2006. Ibagué. Comienza el juicio contra siete militares de la Sexta
Brigada del Ejército. Los acusados allí, en aquel juzgado, enfrentan la
audiencia. El soldado John Jairo Guzmán Gallego confiesa haber cerrado
los ojos mientras giraba su cuerpo a la izquierda y soltaba una ráfaga
matado a Nolberto Mendoza Reyes, el muchacho que yacía agónico. Y era,
dice, que se había ganado la “rifa” que el cabo José Alejandro Gómez, su
superior, había propuesto entre los miembros de su patrulla indicándose
el número ganador desde su celular para escoger a aquel que debía
quitarle la vida al último de los jóvenes que aún estaba vivo. “Nos dijo
que los muertos no hablaban y que tocaba matar al único sobreviviente".
Coda
El 13 de abril de 2004 el diario El Tiempo
publica la siguiente información: “El presidente Álvaro Uribe se
refirió a los trágicos hechos ocurridos en Cajamarca… dijo estar
convencido de la buena fe de los soldados que realizaron el operativo…
aseguró que carece de razones administrativas para sancionarlos.” Pero
esto no es todo. Mantengo viva y por siempre la figura, la voz y los
gestos del Presidente Uribe en la pantalla del televisor aquel día,
tanto como aquel otro en que también por la TV se refería a los jóvenes
masacrados de Soacha aduciendo burlonamente que los muchachos asesinados
por la tropa “eran seguramente unos angelitos recolectores de café.”
Que
la justicia reclamada por las madres de los adolescentes de Soacha y
Cajamarca y las de todos los “falsos positivos” sea pronta y severa, es
también responsabilidad de todos nosotros. Asumámosla ya
solidarizándonos con el grito desgarrador de esas miles de víctimas.
guribe3@gmail.com
Publicar un comentario