Por: Alfredo
Molano Bravo
Se suponía que la dejación de armas era el
paso más difícil. Se entregaron las armas y los guerrilleros están entrando a
la institucionalidad, de donde, la verdad sea dicha, nunca salieron porque esa
manta jamás los cobijó. Ahora se enfrentan con realidades que no conocían y
creo ni sospechaban: la morronguería de los aparatos del Estado. El más
tangible –con varios muertos a su cuenta– ha sido la sustitución de cultivos
ilícitos, que es el nombre contemporáneo del conflicto agrario.
Desde fines del siglo XIX, el tema principal del
enfrentamiento ha sido el acaparamiento de los baldíos nacionales y hoy lo
sigue siendo, pues la coca ha sido la trinchera económica de los colonos contra
su bancarrota y por tanto contra la transformación de sus mejoras en haciendas
ganaderas. No es que los cultivadores se aferren a la economía del narcotráfico
y la prueba está en que han aceptado la erradicación voluntaria a cambio
programas de sustitución. Es aquí donde la marrana tuerce el rabo, porque el
Gobierno no ha movido un dedo para iniciarlos con fundamento. Sin lugar a duda,
lo que está pasando en Nariño se repetirá en Putumayo, Guaviare, Cauca y
Catatumbo porque la gente no va a dejarse quitar el pan de la boca. Yo
francamente no entiendo por qué razón el Gobierno le da largas a un programa
que podría abrir la puerta de la institucionalidad no sólo a los
excombatientes, sino a esa enorme cantidad de gente obligada a vivir en la
ilegalidad. La cuestión agraria sigue sin ser
resuelta.
El reto es, por supuesto, enorme. ¿Con qué cultivos se piensa
sustituir la coca, si se asume, como lo aceptan los cultivadores, que no hay
ninguno que pueda igualar la rentabilidad que hoy perciben? Guayaba agria,
gulupa, pitaya, o cualquier otro, se estrellan con la dificultad de la comercialización
y por eso los exguerrilleros están planteando una red cooperativa que pudiera
saltarse al intermediario, que es el personaje donde quedan atrapadas las
ganancias. Más aún, consideran con muy buen sentido que los productos que
sustituyan la coca deben tener un valor agregado, como lo están haciendo
cooperativas cafeteras que sacan al mercado cafés orgánicos tostados y molidos.
Uno podría pensar —y soñar— que si el
Gobierno quisiera sacar adelante la sustitución, diseñaría mecanismos para que
los colonos produjeran alimentos con destino a hospitales públicos, cárceles y
hogares de bienestar familiar. Un sueño contra el que se atraviesan las licitaciones,
que son, formalmente hablando, un recurso para evitar la corrupción. Sin
embargo, como ha quedado claro en los casos de los alimentos para niños y de
comida para los presos, las licitaciones son amañadas y arregladas por los
políticos, como es el caso de la exdirectora de la Unidad de Servicios
Penitenciarios y Carcelarios (Uspec) María Cristina Palau, destituida porque
habría recibido $600 millones como coima para adjudicar un contrato millonario.
El Uspec maneja la bobadita de $480.000 millones en
alimentación de reclusos. De otro lado, según la Contraloría General de la
República, en el 2016 con el Programa de Alimentación Escolar (PAE) se
perdieron $62.488 millones que se deberían haber invertido en alimentación
escolar. El mecanismo es
conocido: las licitaciones se las ganan los protegidos de los políticos, que a
su vez deben pagar a sus protectores un tributo electoral para financiar las
campañas. Tanto en cárceles como en Bienestar Familiar se han hecho famosos los
llamados zares de la contratación pública, siempre los mismos, que se reparten
entre sí los dineros públicos.
La corrupción es
no sólo la forma más representativa y acabada del Estado-patrimonio que impide
el Estado de derecho y el funcionamiento de la democracia, sino el más
formidable obstáculo para hacer realidad la tan manoseada paz estable y
duradera. Los guerrilleros suponían que su enemigo real era la fuerza pública y
la conocían muy bien, pero no imaginaron que el otro enemigo era la corrupción
de un Estado de derecho que no puede ejercer a plenitud al que para bien o para
mal se han acogido.
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