Quizá no sea una mera coincidencia el hecho de que al mismo tiempo se abra una dramática crisis en el curubito del poder y llegue otro gallo a cantar al gallinero. La corrupción de las campañas políticas por parte de poderosas empresas contratistas y la descomposición de las altas cortes pone en cuestión el sistema mismo, no sólo desde el punto de vista ético, sino a los ojos del ciudadano común y corriente. El establecimiento, tan alabado en sí y por sí, se cae pedazo a pedazo como la piel de los leprosos. Los escándalos se suceden uno a otro sin punto y coma, sin punto aparte. Y eso que no se busca en todos los escondrijos ni en todas las instituciones. Congresistas intermediarios en negocios sucios, magistrados que negocian con los códigos, oficiales de alta graduación que truecan muertos por condecoraciones. Todo el sistema parece ser una máquina dispuesta para llenar los bolsillos de los poderosos de corbata, de toga o de uniforme. El formato se reproduce “a todo lo ancho y a todo lo hondo —en la periferia, en el medio y en el subfondo”. La ciudadanía, al principio asombrada, mira ahora con rabia lo que está sucediendo.
De otro lado, han salido de las montañas y de pueblos los guerrilleros de las Farc —y seguramente mañana saldrán los del Eln— a fundar un nuevo partido político y a continuar luchando el poder por medios civiles y legales, objetivo de toda acción política de todo partido. Una aspiración legítima y valerosa en este caso. Han salido del monte sin armas: bienvenidos, ciudadanos, tienen frente a ustedes un derrumbe.
El hecho es trascendental: por primera vez puede ser construido un partido de oposición no a otro partido sino al sistema. El establecimiento ha monopolizado el ejercicio tanto del poder como de la oposición. Hay una puerta giratoria entre los dos partidos históricos, llámense como se llamen sus divisiones de oportunidad. La existencia de la dialéctica poder-oposición es lo que permite la democracia. La tradición bipartidista ha cerrado la puerta a una democracia abierta.
Las que ya no son guerrillas han llegado como tercero en discordia a rivalizar con el bipartidismo —cuna de la corrupción y en última instancia de la violencia— en un espacio político acotado por las leyes. Ha sido el desafío aceptado y tendrán que dejar en el monte no sólo las armas, sino la utopía —no los principios— que inspiraba su movimiento. Han aterrizado en un campo de batalla distinto en el que sus rivales —incluidos sectores de la izquierda— tratarán de cerrarles el paso, de dividirlas para arruinarlas. La extrema derecha armada —que ha existido y sigue existiendo— esta ahí, agazapada, esperando la orden que, como en el caso de la violencia de los años 1950, de nuevo provendrá de las altas esferas. La opinión pública sabe quién tira la piedra y esconde la mano en las redes sociales.
El nuevo partido tiene una responsabilidad que salta a los ojos: contribuir a fundar una democracia para todos y no para las élites. No es más ni es menos su función. Han dado el primer paso: dejar el monte. El segundo es más peligroso y también más comprometedor: crear una fuerza política que gane elecciones, que transforme los votos en poder. El incumplimiento del Estado de sus obligaciones y la corrupción institucional son de hecho el campo que la derecha bipartidista, sin proponérselo, le abre a la oposición de izquierda.
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