¿Acaso estamos sentenciados a vivir en guerra perpetua? ¿Nunca saldremos de la horrible noche? El proceso de paz parece una llanta de carro viejo, que de tanto pinchar se volvió una bolsa remendada con decenas de deformaciones.
Siempre pensamos que en la siguiente avería habrá que botarla, entregarla a los recicladores de la historia para que hagan con ella remiendos de lustrabotas. Desde cuando los votantes verracos torcieron el plebiscito del 2 de octubre pasado, cada noticia es un hachazo a la ilusión.
Es fácil adivinar que detrás de tantos golpes acechan cerebros pertinaces. Un político de cierto sector presenta una demanda para hacer trizas la paz. Un novel magistrado de alta corte, favorecido en su elección por el mismo sector, inclina la decisión a favor de esas trizas. El sector entero se solaza.
Mahatma Gandhi en su momento caracterizó la terquedad de estos cerebros: “La persona que no está en paz consigo misma será una persona en guerra con el mundo entero”.
Cuando quien está en guerra con el mundo no es un ciudadano corriente, sino alguien que dirigió la política y se muere por dirigirla hasta el fin de los tiempos, el mundo entra en zozobra perdurable. Y la paz de Colombia pincha.
El pobre país, el carro viejo. Sus habitantes que no recuerdan cómo es morirse de viejo en una cama luego de una vida sin matar ni ser asesinado. El día en que por fin se engolosinaron porque iría a haber paz no duró mucho.
Volvieron a la tiniebla de las viejas guerras con corte de franela, agravadas porque ahora estas sangres no tienen redención sobre la tierra. Los gallinazos resultaron más insistentes que las palomas. Habrá que levantar más hijos para los mordiscos de las bombas.
Por supuesto, todavía quedan idealistas que se resisten a admitir semejante sentencia del destino. Gimen con las mismas palabras con que Óscar Wilde le habló al amor: “Si no tardas mucho, te espero toda la vida”.
Pero no se las dicen al amor sino a la paz. Porque intuyen que en medio de la guerra no prospera ningún amor. Que es precisamente esa guerra la que nos volvió energúmenos, aunque no vivamos en los campos y en los pueblos de donde tantos sobrevivientes fueron ahuyentados.
Tal vez hemos cultivado una segunda piel. Una caparazón encima de la rosada red por donde sentimos, inmune tanto a las esquirlas espirituales como a los abrazos. Eso nos permite seguir vivos. También nos blinda contra los afectos y nos predispone al cáncer. ¡Vaya vida recortada y miserable!
De modo que los ataques a la precaria paz firmada resultan reminiscencias crueles de las reyertas con que fuimos fundados como nación. Alguien puso los muertos, alguien distinto cosechó en las tierras abusadas o engordó con las hectáreas repartidas en medio de cadáveres.
Y aquí seguimos, esperando la paz toda la vida. Cantando el villancico del ven no tardes tanto. Confiados en que no hay mal que dure cien años, aunque el nuestro haya durado quinientos.
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