La historia vuelve a ocurrir, sigue ocurriendo: solo que ahora somos más y con internet. Por eso triunfa otra vez, en tantas partes, la democracia totalitaria.
| 9 de noviembre de 2016 Está demostrado, a lo largo y ancho de la historia, que una de las peores cosas que le pueden pasar a la humanidad es creer que dejó de serlo. Suponer con ingenuidad que ha ‘progresado’ tanto que los tiempos oscuros se han ido y que ahora sí la rigen la sensatez y la cordura, por fin, cuando hasta hace poco era todo lo contrario. Nada peor ni más engañoso que esa calma que precede a la tormenta. Esa ilusión, ese espejismo de estabilidad se rompen casi siempre con un violento sacudón que viene a recordarle a nuestra especie su condición fallida y errática, el hecho de que la historia no se acaba y seguirá habiendo en ella, hasta el final, si es que llega, los mismos dramas y las mismas tragedias, la misma incertidumbre, las mismas posibilidades de que todo ocurra, aun lo más terrible, lo más grande, lo más infame. Hace no mucho –nada: un poco más de 20 años– circuló en el mundo, o al menos en algunos de sus barrios, la optimista teoría de ‘el fin de la historia’. El comunismo había caído y todo parecía haber desembocado en un sistema universal e inamovible de verdades absolutas y hechos cumplidos que ya no tenían marcha atrás; era el triunfo inequívoco del liberalismo, de la democracia y del capitalismo como la meta de los tiempos. Pero desde entonces la historia no ha hecho más que ocurrir, como siempre. Y cada vez de manera más turbulenta, en un contexto de desquiciamiento demográfico (en el siglo XX la humanidad se quintuplicó) y desastres ambientales sin cuento; con guerras atroces que han provocado migraciones y desplazamientos forzados como no se veían en el planeta quizás desde el siglo XIII o el siglo XVI, con las consecuencias que eso trae. Las grandes transformaciones de la historia van acompañadas siempre de alguna revolución tecnológica en la forma en que circulan la información y el conocimiento. Sin la imprenta, por ejemplo, no habrían ocurrido ni la Reforma protestante ni la Modernidad. A nosotros nos tocó ver la aparición de internet: ese paraíso que igual puede ser el infierno; ese instrumento de la Ilustración, sí, pero también de la barbarie, el odio y la ignorancia. El caldo de cultivo en el que se dieron el ascenso y el triunfo del nazismo en los años treinta del siglo pasado, en el país más desarrollado y culto de Europa, fue una sociedad carcomida por el resentimiento, por los prejuicios, por el odio y la violencia ancestrales que se habían reprimido en una idea de la ‘civilización’ que era acaso la peor forma de la barbarie (¡el horror, el horror!), salida de cauce como un río de lava. Bastó que hubiera uno que abriera con firmeza y desvergüenza esa alcantarilla, a los gritos, a las patadas, y de ella se levantaron los peores demonios; una macabra posesión colectiva. Lo que Jacob Talmon llamaba ‘la democracia totalitaria’: la democracia como una tiranía, no su negación; el poder de las mayorías para envilecer y atropellar y arrasarlo todo a su paso, el pueblo que marcha feliz hacia el abismo. La historia vuelve a ocurrir, sigue ocurriendo: solo que ahora somos más y con internet. Por eso triunfa otra vez, en tantas partes, la democracia totalitaria: porque nada encarna mejor el odio de la gente contra el sistema, contra las instituciones, contra el poder, contra los políticos, contra la diferencia; el odio de la humanidad contra sí misma. Y son los demagogos, cuanto más brutales mejor, quienes más se lucran de un desastre así. El problema, y me perdonan la obviedad, es que cada triunfo electoral del odio lo que hace es darles la razón y el poder, sin freno, a quienes siempre quisieron sacarlo del armario, que fuera lo normal. Una historia que nunca se acaba. El horror, el horror. Juan Esteban Constaíncatuloelperro@hotmail.com
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