Es duro reconocerlo, pero luego del plebiscidio no hay más remedio que asumir que nuestras expectativas como sociedad y cultura estaban sobrevaloradas.
Por: Mario Morales - El Espectador.
Por más que intentemos explicar la hecatombe con los errores crasos de los partidos, la infrapedagogía, la equivocada propaganda política y hasta en los factores climáticos, la verdad monda y lironda es que seguimos anclados en esa época pacata, hipócrita y ultraconservadora de mediados del siglo XX. La misma que dio lugar a este país arrejuntado, sectario, violento y excluyente, amarrado al mástil del terror y sordo a los ecos de la posmodernidad.
Una democracia tendría que asumirse como capaz de aceptar incluso este tipo de ideas y creencias congeladas en el tiempo. Lo que es inaceptable es la doble moral de quienes piensan así, que son mayoría indudable, que se niegan a salir del clóset, actúan al escondido y, de manera vergonzante, se presentan como contemporáneos y hasta de avanzada.
Ese complejo de apariencia ayuda a entender no solo el descache de las encuestas, sino la vigencia de pretendidos caudillos, propios de un país que les tiene pavor a la libertad y a la autodeterminación y deposita su confianza en fantasmas autoritarios encarnados en los gamonales y capataces de siempre.
De ahí el estupor internacional y de quienes no entienden que sigamos enraizados en el medioevo de chismes conventuales y costumbres de regimiento.
Es pues exagerado decir que la historia se repite; aquí el tiempo está detenido. Las vanguardias han sucumbido a la ley de la gravedad y al determinismo, y la indiferencia de los jóvenes se replica de generación en generación, como una tara.
De nuevo serán “las fuerzas vivas”, es decir, las élites trasnochadas, las que decidan el rumbo, con las velas plegadas y las naves ancladas. Reverdece el frentenacionalismo con la vieja disculpa de que solo así todos cabemos.
Ya vienen los acuerdos para que nada cambie y eso que llamarán paz sea solo un paréntesis entre nuestros odios eternos.
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