No se trataba sólo de derrotar la paz; había también que compactar el bloque estratégico de los inquisidores.
Por: Cristina de la Torre - El Espectador.
Desbordando la renegociación del Acuerdo y con pretexto de que éste “hiede” a ideología de género, apuntan los coligados a restaurar un Estado de confesión religiosa sustentado en la exclusividad de la familia patriarcal. Se proponen suprimir la legislación que reivindica a la mujer y ordena respeto a la diversidad sexual, normas que escandalizan a la Colombia fanatizada y violenta: a la minoría que votó “berraca”, biblia en mano, por seguir la guerra. Ya la coalición de uribismo impetuoso, iglesias evangélicas, jerarquía católica —con notables excepciones— y el exprocurador había pavimentado el camino de su triunfo agónico en el plebiscito.
Despegó la campaña por el No con movilización de padres asustados con la bufonada de que el Gobierno volvería homosexuales en los colegios a los niños. Hubo entonces intercambio de falacias en el haz de las derechas: castrochavismo, colectivización del campo, ideología de género caerían en lenguas de fuego sobre la rosada patria de los ancestros, para instaurar una dictadura comunista, atea y gay. Con verbosidad de iluminado iniciático, exclamó el pastor Miguel Arrázola: “El acuerdo de La Habana (se pactó) con brujería... ¡Fuera el enemigo! Decretemos juicio de Dios Santísimo contra los hijos del comunismo y quienes pervierten el diseño de justicia del Rey”. Desperdicio. No consigue la hipérbole disimular la razón mundana que anima a tanta iglesia evangélica: el vil metal. Arrancados sin clemencia a la feligresía, estas iglesias amasan $10 billones por año. Para gloria y prosperidad del Señor encarnado en sus pastores.
A la Santa Alianza se sumó la jerarquía católica, diestra en la siniestra aleación de religión y política. Si ayer promovió la violencia entre partidos desde el púlpito, desde él instaron hoy cientos de curas a votar No en un plebiscito convocado para sellar la paz. Dizque por sindéresis y respeto a la libertad de conciencia, había decretado el Cardenal Rubén Salazar neutralidad ante aquella consulta. Como si neutralidad cupiera cuando se juega la vida de tantos. Como si se pudiera permanecer quieto y mudo, neutral, a la vista del hombre que, vendado, amaga el paso hacia el abismo. Más atento al interés político que al mandato evangélico de defender la vida, descalificó el prelado al obispo Darío Monsalve por invitar a refrendar la paz.
Postura absurda, mas no casual. Es solución de continuidad de la batalla compartida no ha mucho entre pastores, ensotanados y el padre Marianito en las carnitas de Uribe contra la vilipendiada ideología de género. Eufemismo que designa, sin nombrarlos, el odio milenario a la mujer, el miedo a la diferencia y la diversidad. Toda una plataforma para pelearse el poder en el siglo XXI con ideas extraídas de los socavones de la Edad Media, cuando renace, impetuoso, el fanatismo religioso.
Pero no la tendrá fácil. La lucha por una integración activa, libre e igualitaria de la mujer parece imparable. Se revuelve ella contra prácticas ancestrales que la discriminan y violentan, en sociedades regidas por hombres. Apunta Ana Cristina González: “lo que pretenden los líderes que representan la más recalcitrante derecha es mantener un orden desigual, ‘natural’, dictado por su Dios e impuesto por sus pastores; no un orden que nos incluya y nos permita ser libres”. Respuesta a la ideología cavernaria que rodea este proyecto de derecha ultramontana, semejante a la dictadura teocrática que una oligarquía puritana instauró en Estados Unidos en el siglo XVII. No permitirán las colombianas borrar el trato igualitario que el Acuerdo de La Habana le dispensa la mujer.
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