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Adolorido

Written By Unknown on lunes, julio 11, 2016 | lunes, julio 11, 2016

Temo a la enfermedad. Le huyo.
Por: Alfredo Molano Bravo, El Espectador

Trato de hacerle trampas, de brincármela. Pero siempre termina ganándome de mano y cobrando el doble. El lunes pasado tenía una cita de valoración para una intervención de la próstata —ya es tiempo—, pero se me “encarceló” una hernia que sobrellevaba con disimulada vergüenza —sobre todo en ciertas ocasiones— porque parecía una de esas bombas de chicle que se hacen a los 14 años. 
Entré a la clínica como si nada me pasara y los enfermos fueran los demás, pero el médico que me examinó, me tocó el ombligo y yo salté. Volvió a tocarme y yo volví a saltar, esta vez estallando en alaridos. “Hay que operarlo de urgencia —me dijo con la mayor seguridad—. No da tiempo de nada”. Y sin más protocolos y venias me fueron acostando en una camilla y a toda velocidad me llevaron a una sala de hidratación, donde, como diría un colono de La Macarena, me guindaron a una bolsa de suero. Y nada más. La gota de suero caía con cierta solemnidad a un tubito regulador antes de meterse en mi vena. La gotica, tan inocente, comenzó a ser el ritmo del tiempo, de mi tiempo. Tiempo gota a gota.
Dos enfermeras, un médico joven y una vecina con acompañante, serían durante varias horas mi universo. El tiempo que goteaba, me pregunté, era el mismo para la enfermera que me miraba indiferente desde el corredor y que me despertó las fantasías infantiles más íntimas. ¿Era el mismo que regía en la clínica? ¿En el semáforo que reflejaba sus cambios de color en la sala de hidratación cada 23 gotas? ¿Era la misma dimensión que atravesó la navecita Juno en su viaje a Júpiter? Interrogantes entre obsesivos y trascendentales que fueron interrumpidos por una mirada amablemente vaga de la compañera de mi vecina, a través de los visillos del vidrio que separaba los cubículos. No podía verle la cara, sólo los ojos que huían y volvían a recorrer el camino, a detenerse en mi espera y a perderse de nuevo.
Las salas de hidratación son silenciosas y las bolsas de suero infinitas. No supe cuál era la urgencia de la intervención, pero de un momento a otro me subieron a una camilla y me llevaron de afán al quirófano. Un espacio frío y aséptico donde cada quien parece envolverse en sus miedos secretos. Vuela en el ambiente una seriedad entre profesional y fúnebre. Un lugar donde se recobra o se acaba la vida. Es una palpitación general.
El cirujano que me iba a intervenir —verbo lleno de significados—, viendo que desperdigaba la mirada por toda la sala, me preguntó: “¿Jazz o salsa?” Salsa, le respondí sin titubear. Puso a Cheo con su ratón: “Mi gato se está quejando de que no puede vacilar…”. El gato Melesio, un guerrillero del Llano de los años 50 que dinamitó la carretera entre Yopal y Aguazul, me acompañó hasta que alguien en mi nuca dijo: “Acabamos”. Y pasamos a un cuartico cercado por un velo donde solo oiría durante las dos horas siguientes el ritmo de mi corazón. Un pitico desesperante lo marcaba y de tanto en tanto daba un salto cortico, que a veces extrañaba. La vida hecha un pito. Eso de que me importa un pito, ahí no vale.
Un tiempo atrás tuve una pesadilla que me cambió la vida. Oí entre gallos y medianoche la sirena de una ambulancia lejana que se fue acercando al edificio donde yo estaba. Cruzó la avenida, pasó la calle, estacionó frente a la puerta, subieron por la escalera los enfermeros y después perdí la noción de mí. Me desperté cuando el médico me dijo: “Todo salió bien”. La operación, murmuré, porque yo quedé vacío, sin todo el dolor que no pude sentir por culpa de la anestesia.
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