El vecino ruidoso, la invasión del antejardín, el perro bravo: cualquiera de estas viñetas de la vida cotidiana en la ciudad requiere la intervención de un policía discreto y amigo de la comunidad.
Por: Nicolás Rodriguez, El Espectador
No hay ninguna razón para que el trato entre vecinos sea regulado con un Código de Policía expedido hace más de cuatro décadas, bajo el Estado de sitio. Los retos y las dificultades de la seguridad han cambiado. El Código de Policía no está en sintonía con la constitución del 91.
Actualizarlo es un tema de normas obsoletas, y algo más. Los argumentos generales para la nueva reglamentación suponen una mayor confianza en la institución policiva. La prometida mejora no solo le apunta a la cultura ciudadana en el tema de la seguridad. Por mucho que le agreguen la palabra “convivencia”, el Código sigue siendo de Policía. Más y no menos poder para los uniformados: de eso también se trata la modernización.
Las ollas, los abusos en las UPJ, la infiltración de las marchas: la Policía no es propiamente un conjunto de guardabosques canadienses en pantaloneta y bicicleta. No solo el Código de Policía se quedó en tiempos anteriores a los derechos humanos. También la Policía convive con referentes de la guerra fría, la política de la seguridad nacional y demás credos militares promulgados para lidiar a las malas con los civiles.
Algunos defensores del nuevo Código insistirán en la escena del policía que llega con su talonario de multas a conversar el problema de los dos borrachos escandalosos que se niegan a dormir. A las casas campesinas y la protesta ciudadana le están destinadas, en cambio, la misma Policía a la que le quieren dar mayor discrecionalidad para intervenir y actuar: un cuerpo de choque y contención como el Esmad, cuya intervención en el penúltimo paro agrario quedó grabada en imágenes de aterradora violencia.
Más cerca de las convivir que de la convivencia.
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