CÉSAR RODRÍGUEZ GARAVITO 17
MAR 2016 -
Treinta y tres niños han muerto
de hambre este año en Colombia, doblemente olvidados: primero por los gobiernos
y luego por los ciudadanos y los medios.
Por: César Rodríguez Garavito
Me perdonarán los lectores la columna contracíclica, casi
anacrónica, cuando ya poco se habla del escándalo de los tres niños muertos en
la Guajira. Pero es que 33 vidas apagadas por la falta de comida no pueden
quedar sepultadas por los titulares de los taxis amarillos contra los blancos.
Hace apenas un mes, el Gobierno nacional
declaraba la guerra contra el hambre en la Guajira. Duró poco, quizás porque la
metáfora era inapropiada. El hambre no se combate: se evita. No se ubica con un
bloque de búsqueda, como quien va tras el escondite de un delincuente, porque
la verdad es que la desnutrición crónica y las muertes por inanición se
encuentran por todo el país.
Según la última encuesta de salud
nutricional (2010), el 13% de los niños y niñas tiene una estatura demasiado
baja para su edad, el síntoma clásico de la desnutrición crónica. Si las cifras
de la Guajira (28%) y los departamentos amazónicos (30%) son alarmantes, las de
otros lugares no son menos preocupantes: 23% en Cauca, 17% en Boyacá, 16% en
Bogotá, 15% en Barranquilla y así sucesivamente.
El hambre discrimina. De los niños
fallecidos este año por desnutrición o anemias nutricionales, la mitad eran
indígenas. Si se tiene en cuenta que los pueblos indígenas son menos del 3% de
la población, la desproporción es patente.
Para quienes la sobreviven, el hambre deja
efectos de por vida. Una de las cifras más chocantes es la que trae la encuesta
de la Universidad de los Andes (ELCA), que les siguió la pista a las mismas
familias entre 2010 y 2013. Los niños y niñas que en 2010 estaban desnutridos,
tres años más tarde no podían hablar como los demás, y probablemente nunca
podrán hacerlo, con las consecuentes desventajas para estudiar y trabajar el
resto de sus vidas.
Son
las “desventajas invisibles de los marginados” de las que habla Amartya Sen en
su libro reciente, The
Country of First Boys. Comentando cifras de desnutrición aún más graves en India,
escribió algo que podría decirse de Colombia. “Lo que es asombroso es la poca
atención que este fenómeno ha recibido, y lo reticentes que han sido los
sectores más prósperos e influyentes de la población a dedicar los recursos que
serían precisos para erradicar semejantes desventajas”.
Los recursos estatales que invertimos en
programas para niños y niñas suman el 0,3% del PIB, muy por debajo del 2% de
los países del club OCDE al que aspiramos a entrar. Recursos de los que habría
que descontar los costos de la corrupción rampante del sistema descentralizado
de gasto del ICBF, diseñado para que los políticos regionales saquen su
mordida.
La solución no es una guerra, sino una
política de mayor inversión estatal en programas para la primera infancia. Una
política que combine la descentralización regional con mecanismos de control
centralizados (como un registro único nacional de proveedores de alimentos),
según lo propone la investigadora Raquel Bernal. Todo acompañado de “una
atención pública masiva” a los “fracasos abismales” que significan las muertes
por hambre, como escribió Sen. Ya van 33.*Director de Dejusticia. @CesaRodriGaravi
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