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A lo largo de 70 años ha venido construyéndose un mito de que los anglosajones liberaron Europa. Sin embargo, como recuerda la profesora Annie Lacroix-Riz, la prioridad de Washington y de Londres no era la lucha contra el nazismo sino contra el comunismo. Así que no fueron las tropas de Estados Unidos las que derrotaron el Reich sino, ante todo, los soldados soviéticos del Ejército Rojo.
En junio de 2004, en ocasión del 60º aniversario del «desembarco aliado» en Normandía, a la pregunta «¿Cuál es, en su opinión, la nación que más contribuyó a la derrota de Alemania?», el instituto francés de sondeos de opinión mostró una respuesta exactamente contraria a la que se había recogido en mayo de 1945: en 2004, el 58% de las personas consultadas estimó que había sido Estados Unidos, contra sólo un 20% en 1945, mientras que un 20% se pronunciaba por la URSS, contra un 57% en 1945 .
Desde la primavera hasta el verano de 2004 se había repetido constantemente que entre el 6 de junio de 1944 y el 8 de mayo de 1945, los soldados estadounidenses habían recorrido Europa «occidental» para devolverle la independencia y la libertad que la ocupación alemana le había arrebatado y que se veía en peligro ante el avance del Ejército Rojo hacia el oeste. No se mencionaba el papel de la URSS, víctima de aquella «muy espectacular [inversión de los porcentajes registrada] con el tiempo» .
En 2014, la 70ª edición del desembarco de Normandía promete ser mucho peor en cuanto a la presentación de los «Aliados» que protagonizaron la Segunda Guerra Mundial, en plena campaña de infundios contra el anexionismo ruso en Ucrania y en otras partes .
La leyenda fue progresando junto con la expansión estadounidense en el continente europeo, planificada en Washington desde 1942 y puesta en práctica con ayuda del Vaticano, tutor de las zonas católicas y administrador –antes, durante y después de la Segunda Guerra Mundial– de la «esfera de influencia “occidental”» .
Dirigido junto a la RFA, aunque también compitiendo con ella, y posteriormente con la Alemania reunificada, el avance estadounidense hacia el este alcanzó un ritmo desenfrenado a partir de la «caída del muro de Berlín», en 1989, llegando a pulverizar los «objetivos de guerra» que Moscú había proclamado en julio de 1941 y alcanzado en 1944 (recuperación de los territorios perdidos en 1939-1940) y en 1945 (adquisición de una zona de influencia que debía dominar el antiguo «cordón sanitario» de Europa central y oriental, vieja vía germánica para invadir Rusia . El proyecto estadounidense avanzaba tan rápidamente que Armand Berard, diplomático en Vichy y posteriormente –después de la liberación de Francia– consejero de la embajada en Washington (en diciembre de 1944) y más tarde en Bonn (en agosto de 1949) llegó a predecir en febrero de 1952 que
Las predicciones al estilo de Casandra de Armand Berard, que en aquellos tiempos parecían descabelladas, se han visto sobrepasadas por la realidad que estamos viviendo en mayo-junio de 2014: la antigua URSS, reducida desde 1991 al territorio que hoy conocemos como Rusia, se ve amenazada desde su puerta ucraniana.
La hegemonía ideológica «occidental» que acompaña esa Drang nach Osten se ha visto favorecida por el tiempo transcurrido desde la época de la Segunda Guerra Mundial. Antes de la Debacle, «la opinión francesa» se había visto «embaucada por las campañas “ideológicas”» que presentaban a la URSS como el lobo y al Reich como el cordero. La gran prensa, propiedad del capital financiero, había convencido a la opinión pública francesa de que abandonar al aliado checoeslovaco bastaría para garantizar una paz duradera. «Esa anexión será y no puede ser más que el preludio de una guerra que se hará inevitable, y al cabo de cuyos horrores Francia se verá en peligro de ser derrotada, desmembrada y sometida al vasallaje de lo que pueda quedar del territorio nacional como Estado aparentemente libre», había advertido –sólo 2 semanas antes de Munich– otra predicción al estilo de Casandra, proveniente del Estado Mayor del ejército . Engañada y traicionada por sus propias élites, «Francia» vivió el destino previsto. Pero sus obreros y empleados, que entre 1940 y 1944 perdieron el 50% de sus salarios y entre 10 y 12 kilogramos de peso corporal [debido a las privaciones], ya no se dejaron tanto «embaucar por las campañas “ideológicas”».
Cierto es que percibieron las realidades militares después que los «medios bien informados». Pero, con el paso de los meses fueron cada vez más numerosos los que seguían en los atlas y los mapas de la prensa colaboracionista lo que sucedía en el «frente oriental». Y comprendieron que la URSS, que desde julio de 1941 reclamaba en vano la apertura en el oeste de un «segundo frente» que aligerase su martirio, estaba cargando sola con el peso de la guerra. El «entusiasmo» que despertó en ellos la noticia del desembarco anglo-estadounidense en el norte de África (el 8 de noviembre de 1942) se había «apagado» para la siguiente primavera: «Hoy todas las esperanzas se vuelven hacia Rusia, cuyos éxitos llenan de alegría a toda la población […] Cualquier propaganda del partido comunista se ha hecho innecesaria […] la comparación demasiado fácil entre la inexplicable inacción de unos y el heroico accionar de los otros augura días difíciles para quienes se inquietan por el peligro bolchevique», subraya un informe de abril de 1943 destinado al BCRA gaullista [10].
Si bien era difícil engañar a las generaciones que aún conservaban el recuerdo de la guerra, hoy en día es muy fácil engañar a las generaciones que no vivieron el conflicto. A la desaparición paulatina de los testigos y actores de la guerra se agrega el derrumbe del movimiento obrero radical.
El Partido Comunista Francés (PCF), que al final de la ocupación alemana era conocido en Francia como «el partido de los fusilados», informó durante mucho tiempo y mucho más allá de sus filas sobre las realidades de aquel conflicto. Pero lo que hoy queda del PCF aborda mucho menos ese tema en su propia prensa, que a su vez está a punto de desaparecer, e incluso prefiere dedicarse más bien a rasgarse las vestiduras sobre el pasado «estalinista» contemporáneo de sus propios combatientes de la Resistencia. La ideología dominante, ya libre de un serio obstáculo, se ha vuelto hegemónica en ese terreno, al igual que en otros.
Los sectores académicos ya no se oponen sino que más bien se asocian a la intoxicación reinante en la prensa escrita y audiovisual, e incluso a través del cine [11]. Y es importante destacar el hecho que largometrajes como el film de ficción Salvar al soldado Ryan y el documental Apocalipsis no abordan los preparativos ni objetivos del desembarco del 6 de junio de 1944.
Mucho antes del «viraje» de Stalingrado –en enero-febrero de 1943–, las élites franceses ya habían percibido las consecuencias que tendría para Estados Unidos la situación militar que resultaba de la «resistencia […] feroz del soldado ruso». Fiel testimonio de ello es el informe –fechado a mediados de julio de 1941– que el general Paul Doyen, presidente de la delegación francesa ante la Comisión alemana de armisticio de Wiesbaden, hizo redactar a su colaborador diplomático Armand Berard [12]:
1. La Blitzkrieg había muerto. «El giro que han tomado las operaciones» contradecía el pronóstico de los
2. El peligro de una derrota alemana (que Berard explica detalladamente) obligaba a los amos de Francia a unirse a otro protector, que ya no era el imperialismo «continental» por el que habían optado desde la «Reconciliación» de los años 1920. Al hallarse ante un viraje que resultaba imposible, «en los próximos meses», habría que pasar convenientemente de la hegemonía alemana a la estadounidense, que ya se percibía como inevitable. Porque «Estados Unidos, que ya salió de la guerra de 1918 como único vencedor, lo será más aún al final del actual conflicto. Su poderío económico, su alta civilización, su cantidad de población, su influencia creciente en todos los continentes, el debilitamiento de los Estados europeos que podían rivalizar [con Estados Unidos] implican que, pase lo que pase, el mundo tendrá que someterse en las próximas décadas a la voluntad de Estados Unidos» [13]. O sea, desde julio de 1941, Berard ya diferenciaba al futuro vencedor militar soviético –vencedor que el Vaticano identificó claramente poco después [14] y que quedaría exhausto debido a la guerra alemana de desgaste– del «único vencedor», por su «poderío económico», que, al igual que en la guerra anterior, aplicaría en aquel conflicto la «estrategia periférica».
Desde antes de la era imperialista, y también puede decirse que a partir de ella, Estados Unidos, que desde los tiempos de la sumisión del sur agrícola (esclavista) al norte industrial nunca sufrió una ocupación extranjera ni ningún tipo de destrucción en su propio suelo, había destinado su ejército permanente a la realización de misiones tan implacables como fáciles de llevar a cabo: liquidación de los pueblos autóctonos, imposición de su propia dominación a vecinos débiles («el traspatio» latinoamericano) y asegurar la represión interna. Para garantizar la expansión imperial, la consigna del defensor del imperialismo Alfred Mahan –desarrollar perennemente la marina de guerra– fue enriquecida por sus sucesores con las mismas reglas adaptadas a la aviación [15]. Sin embargo, debido al modesto volumen de sus fuerzas terrestres, Estados Unidos no disponía de la capacidad necesaria para intervenir en un conflicto europeo. Después de garantizar la victoria a través de otro país, que ponía la «carne de cañón» («canon fodder»), Estados Unidos despliega a última hora sus tropas para ocupar el territorio a controlar. A partir de entonces, el control se ejerce desde bases aeronavales en el exterior y las del norte de África se agregan a las británicas a partir de noviembre de 1942 [16].
En 1914, la Triple Entente (Francia, Inglaterra, Rusia) había distribuido entre sus miembros la acción militar que, debido a la retirada rusa, finalmente recayó sobre todo sobre Francia. Pero durante la Segunda Guerra Mundial fue la URSS la que asumió sola aquel papel en una guerra estadounidense que, según el estudio secreto de la Junta de Jefes del Estado Mayor Conjunto [de Estados Unidos] (Joint Chiefs of Staff o JCS) fechado en diciembre de 1942, se fijaba como norma «ignorar las consideraciones de soberanía nacional» de los países extranjeros.
En 1942-1943, la JCS
La «guerra fría», al convertir la URSS en «ogro soviético» [18], daría rienda suelta a las confesiones sobre la táctica destinadas a disponer del uso de la «carne de cañón» de los aliados (momentáneos) en función de los objetivos de los «bombardeos estratégicos americanos». En mayo de 1949, con el Pacto Atlántico ya firmado (el 4 de abril), Clarence Cannon, presidente de la Comisión de Finanzas de la Cámara de Representantes (House Committee on Appropriations), glorificó los costosísimos «bombarderos terrestres de gran ataque capaces de transportar la bomba atómica que “en 3 semanas habrían pulverizado todos los centros militares soviéticos”» y se regocijó por la «contribución» que aportarían nuestros «aliados […] enviando los jóvenes necesarios para ocupar el territorio enemigo después de que nosotros lo hayamos desmoralizado y liquidado con nuestros ataques aéreos. […] Ya seguimos ese plan durante la última guerra» [19].
Así lo mostraron los historiadores estadounidenses Michael Sherry y Martin Sherwin: fue la URSS, instrumento militar de la victoria, la que fue blanco simultáneo de las futuras guerras de conquista, y no el Reich, a pesar de que este último había sido oficialmente designado como «enemigo de las Naciones Unidas». Para comprender por qué podemos recurrir a la lectura de William Appleman William, uno de los fundadores de la «escuela revisionista» (progresista estadounidense. Su tesis [20] sobre «las relaciones americano-rusas de 1781 a 1947» (1952) demostró que el imperialismo estadounidense no toleraba ningún tipo de limitación a su esfera de influencia mundial, que la «guerra fría», que en realidad comenzó en 1917 y no en 1945-1947, no se basaba en consideraciones ideológicas sino económicas y que la rusofobia estadounidense databa de la era imperialista [21].
Los soviéticos tuvieron además la audacia de explotar por sí mismos su propia caverna de Alí Babá, excluyendo de su inmenso territorio (22 millones de km²) a los capitales estadounidenses. Fue eso lo que generó «la continuidad, desde Theodore Roosevelt y John Hay hasta Franklin Roosevelt, pasando por Wilson, Hugues y Hoover, de la política americana en el Extremo Oriente» [22], y también en África y en Europa, otros campos privilegiados «de un reparto y de un re-reparto del mundo» [23] estadounidenses constantemente renovados desde 1880-1890.
Washington pretendía realizar ese «reparto re-reparto» única y exclusivamente en beneficio propio y fue por esa razón fundamental que Roosevelt vetó toda discusión en tiempo de guerra con Stalin y Churchill sobre el reparto de las «zonas de influencia». El final del conflicto le garantizaría la victoria sin el menor costo, dado el lastimoso estado de su gran rival ruso, devastado por el asalto alemán [24]. En febrero-marzo de 1944, el millonario Harriman, embajador en Moscú desde 1943, coincidía con 2 informes de los servicios «rusos» del Departamento de Estado («Varios aspectos de la política soviética actual» y «Rusia y Europa oriental») al pensar que la URSS «empobrecida por la guerra y en espera de nuestra ayuda económica […,] uno de nuestros principales instrumentos para orientar una acción política compatible con nuestros principios», no tendría fuerzas ni siquiera para ser un estorbo en el este de una Europa que pronto sería estadounidense. [Para Harriman, Rusia] se conformaría con una promesa de ayuda estadounidense de postguerra, lo cual permitiría [a Estados Unidos] «evitar el desarrollo de una esfera de influencia de la Unión Soviética en Europa oriental y los Balcanes» [25]. Aquel pronóstico era excesivamente optimista ya que la URSS no renunció a garantizarse una zona de influencia.
Los planes de paz sinárquicos…
Aquel «instrumento» financiero era, tanto en Europa occidental como en Europa oriental, «una de las armas más eficaces a nuestra disposición para influir en los acontecimientos europeos en la dirección que deseamos» [26].
Con vista a aquella Pax Americana, la alta finanza sinárquica, corazón del imperialismo francés particularmente bien representado del otro lado del Atlántico –Lemaigre-Dubreuil, patrón de la firma de aceites Lesieur (y de varias compañías petroleras); el presidente del Banco de Indochina Paul Baudouin, último ministro de Relaciones Exteriores de Reynaud y el primero de Petain, etc.– negoció más activamente, a partir del segundo semestre de 1941, con el financista Robert Murphy, delegado especial de Roosevelt en el norte de África.
Futuro primer consejero del gobernador militar de la zona de ocupación estadounidense en Alemania y uno de los jefes de los servicios de inteligencia estadounidenses, desde la OSS (Office of Strategic Services) creada durante la Segunda Guerra Mundial hasta la CIA (Central Intelligence Agency), creada en 1947, Robert Murphy se había instalado en Argel en diciembre de 1940. Este católico integrista estaba preparando desde allí el desembarco de Estados Unidos en el norte de África, como trampolín a la ocupación de Europa que debía comenzar por el territorio francés cuando la URSS se dispusiese a traspasar sus fronteras de 1940-1941 para liberar los países ocupados [27]. Las negociaciones secretas se desarrollaron en una zona no ocupada del «imperio» a través de los «neutrales», que iban desde los pro-hitlerianos Salazar y Franco –sensibles a los cantos de sirena estadounidenses– hasta los suizos y los suecos, incluyendo al Vaticano, tan preocupado como en 1917-1918 por garantizar una paz tranquila con el vencido Reich. Luego de prolongarse hasta el final de la guerra, incluyeron –ya en 1942– planes para la «inversión de los frentes» en contra de la URSS, que llegaron a conocerse antes de la capitulación de Alemania [28] pero que sólo entraron en aplicación después de los días 8 y 9 de mayo de 1945.
Al abordar con los grandes sinarcas asuntos económicos inmediatos (en el norte de África) y futuros (en la metrópoli y en sus colonias después de la Liberación [de la Francia ocupada por los nazis]), Washington también contaba con ellos para deshacerse de De Gaulle, igualmente odiado por ambas partes. Pero no lo odiaban porque se tratase de una especie de dictador militar a quien, según una tenaz leyenda, el gran demócrata Roosevelt no lograba soportar. De Gaulle no gustaba únicamente porque, a pesar de lo reaccionario que fuese, su popularidad y su fuerza provenían de la Resistencia interna (fundamentalmente comunista). Por esa razón dificultó el control total de Estados Unidos en momentos en que un «Vichy sin Vichy» ponía [a la disposición de Estados Unidos] una serie de colaboradores odiados por el pueblo y, por consiguiente, tan dóciles perinde ac cadaver a las órdenes estadounidenses como antes lo habían sido a las órdenes alemanas. Aquella fórmula estadounidense, finalmente condenada al fracaso por la correlación de fuerzas en general –y también por la correlación de fuerzas existente en Francia– tuvo como héroes sucesivos, de 1941 a 1843, a los miembros vychistas de La Cagoule [29] –Weygand, Darlan y, posteriormente, Giraud–, defensores comprobados de la dictadura militar [30] pero muy representativos del agrado de Washington por los extranjeros partidarios de la libertad de los capitales [estadounidenses] y de la instalación de sus bases aeronavales [31].
El objetivo no era esforzarse por deshacerse de De Gaulle para tener que lidiar con los soviéticos. Espantados ante el resultado de la batalla de Stalingrado, los mismos financieros franceses enviaron rápidamente a Roma al particularmente fiel Emmanuel Suhard, a quien habían utilizado desde 1926 en sus planes de liquidación de la República. Este cardenal y arzobispo (de la ciudad francesa de Reims) había sido nombrado [arzobispo] en Paris en el mes de mayo [de 1940], justo después de la invasión alemana (del 10 de mayo), después de que La Cagoule eliminara oportunamente –en abril de 1940– a su predecesor Verdier. Sus “representados” y Paul Reynaud, cómplice del inminente putsch Petain-Laval, lo habían enviado para iniciar en Madrid –el 15 de mayo y a través de Franco– las conversaciones de «Paz» (más bien la capitulación) con el Reich [32].
Por lo tanto, a Suhard se le confió nuevamente la tarea de preparar, con vista a la «Pax Americana», las conversaciones con el nuevo tutor. Suhard debía pedir al papa Pío XII que planteara «a Washington», a través de Myron Taylor –ex presidente de US Steel y «representante personal» de Roosevel «ante el papa» desde el verano de 1939– «la siguiente interrogante: “Si las tropas americanas se viesen obligadas a entrar en Francia, ¿se comprometería el gobierno de Washington a que la ocupación americana fuese tan total como la ocupación alemana?”», excluyendo cualquier «otro tipo de ocupación extranjera (léase soviética). Washington respondió que a Estados Unidos no le interesaba la futura forma de gobierno de Francia y que se comprometería a no permitir que el comunismo se instalara en el país» [33].
La burguesía, señaló un informante del BCRA a finales de julio de 1943, «que ya no cree en la victoria alemana, cuenta […] con América [Estados Unidos] para que le evite el bolchevismo. Espera con impaciencia el desembarco anglo-americano y todo retraso le parece una forma de traición». Esa fue la canción que se repitió hasta la realización de la operación Overlord [34].
Al «burgués francés [que había] considerado siempre que el soldado americano o británico estaría naturalmente a su servicio en caso de victoria bolchevique», los RG [35] trataban de asustarlo, desde febrero de 1943, con «el proletariado» cuyos «temores de ver “su” victoria escamoteada por la alta finanza internacional van desapareciendo con la caída de Stalingrado y el avance generalizado de los soviéticos» [36].
Por ese lado, al rencor contra la inacción de los anglosajones contra el Eje se agregó la cólera suscitada por la guerra aérea de estos contra los civiles, incluyendo a los de las «Naciones Unidas». Los «bombardeos estratégicos americanos», constantes desde 1942, provocaban víctimas entre la población pero no afectaban a los Konzerne de los socios de los Aliados, encabezados por IG Farben, como informó en noviembre «un importante industrial sueco que mantenía estrechas relaciones [con IG Farben] a su regreso de un viaje de negocios a Alemania»: en Francfort, «las fábricas no han sufrido»; en Ludwigshafen, «los daños son insignificantes»; en Leverkusen, «las fábricas de IG Farben […] no han sido bombardeadas» [37].
Nada cambió hasta 1944, cuando un largo informe de marzo sobre «los bombardeos de la aviación angloamericana y las reacciones de la población francesa» expuso los efectos de «esos ataques mortíferos e inoperantes». La indignación crecía tanto desde 1943 que incluso amenazaba la base del inminente control estadounidense sobre el territorio. Desde septiembre de 1943 se habían intensificado los ataques contra la periferia de París, donde las bombas parecían como «lanzadas al azar, sin objetivos precisos y sin la menor preocupación por evitar la pérdida de vidas humanas». Después sucedió lo mismo con las ciudades de Nantes, Estrasburgo, La Bocca, Annecy y Tolón, «llevando al paroxismo la cólera de los obreros [franceses] contra los anglosajones». En todas aquellas ciudades se producían constantemente las mismas escenas de obreros muertos mientras que los objetivos industriales alcanzados eran pocos o ninguno. Las operaciones evitaban afectar la economía de guerra alemana, como si los anglosajones «temiesen que la guerra terminara demasiado rápido». Así que se mantenían intactos los altos hornos, cuya
«destrucción paralizaría de inmediato las industrias de transformación, que dejarían de funcionar por falta de materia prima». Se hacía cada vez más común
«destrucción paralizaría de inmediato las industrias de transformación, que dejarían de funcionar por falta de materia prima». Se hacía cada vez más común
Es por lo tanto en medio de una atmósfera de rencor contra aquellos «aliados», tan complacientes con el Reich como antes y después de 1918, que se produjo el desembarco del 6 de junio de 1944. Se mantuvieron la cólera y la sovietofilia populares, otorgando al PCF una importancia que inquietaba al inminente Estado gaullista: «el desembargo ha quitado a su propaganda parte de su fuerza de penetración» pero
La poca simpatía comprobada en esa parte inicial de la esfera de influencia de Estados Unidos se mantuvo durante el periodo intermedio entra la liberación de París y el fin de la guerra en Europa, como puede comprobarse en los sondeos de opinión de la IFOP realizados después de la liberación –en la región de París– («del 28 de agosto al 2 de septiembre de 1944») y en mayo de 1945 –a escala nacional (ya citado) [40]. Únicamente después de la guerra fue desapareciendo, como ya dijimos, poco a poco al principio y luego bruscamente.
Y no quedan hoy en día muchas personas que recuerden que después de la batalla de las Ardenas (desde diciembre de 1944 hasta enero de 1945), donde se produjeron los únicos combates importantes de los anglosajones contra las tropas alemanas (con 9 000 muertos estadounidenses) [41], el alto mando de la Wehrmacht negoció febrilmente su rendición «a los ejércitos anglo-americanos y el traslado de las fuerzas [alemanas] al este»;
que, a fines de marzo de 1945, «26 divisiones alemanas se mantenían en el frente occidental» únicamente con fines de evacuación «hacia el oeste» a través de los puertos del norte, «mientras que 170 divisiones se mantenían en el frente del este» y siguieron combatiendo ferozmente hasta el 9 de mayo (día de la liberación de Praga) [42];
que el libertador estadounidense, cuyo ingreso nacional se había multiplicado por 2 gracias a la guerra, perdió en el Pacífico y en Europa 290 000 soldados entre diciembre de 1941 y agosto de 1945 [43], cifra similar a la cantidad de soldados soviéticos que murieron durante las últimas semanas de la caída de Berlín. El total de bajas estadounidenses en el Pacífico y Europa representa un 1% de los muertos soviéticos de la «Gran Guerra Patria», cerca de 30 millones de un total de 50 millones.
que, a fines de marzo de 1945, «26 divisiones alemanas se mantenían en el frente occidental» únicamente con fines de evacuación «hacia el oeste» a través de los puertos del norte, «mientras que 170 divisiones se mantenían en el frente del este» y siguieron combatiendo ferozmente hasta el 9 de mayo (día de la liberación de Praga) [42];
que el libertador estadounidense, cuyo ingreso nacional se había multiplicado por 2 gracias a la guerra, perdió en el Pacífico y en Europa 290 000 soldados entre diciembre de 1941 y agosto de 1945 [43], cifra similar a la cantidad de soldados soviéticos que murieron durante las últimas semanas de la caída de Berlín. El total de bajas estadounidenses en el Pacífico y Europa representa un 1% de los muertos soviéticos de la «Gran Guerra Patria», cerca de 30 millones de un total de 50 millones.
Entre el 6 de junio de 1944 y el 9 de mayo de 1945, Washington terminó de crear prácticamente todas las condiciones para reinstaurar el «cordón sanitario» que los rivales imperialistas ingleses y franceses habían construido en 1919 y para convertir en ogro al país que más estimaban los pueblos de Europa (incluyendo a los franceses).
El mito de la «guerra fría» merecería que se le aporten las mismas correcciones que habría que hacer al de la liberacion de Europa por los estadounidenses [44].
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