Por: Yezid Arteta Dávila.
Escuché a Timoleón Jiménez, el comandante en jefe de las FARC, explicando en un video
la diferencia que existe entre la tabla de valores de sus hombres y la
de los narcotraficantes. Su expresión es apacible. Su palabra hace
pensar en un tiempo nuevo. En el horizonte se perfila un escenario
puramente político, ideológico, lejos del disparador de las armas.
Desde su cuartel de campaña el líder de los rebeldes explica en tono coloquial acerca de la condición humana de sus hombres y la tentación del narcotráfico. Habla, mientras aplasta con sus manos los mosquitos que asaetean su humanidad, sobre las fortalezas y las flaquezas de los hombres y mujeres que comanda.
Timo, como lo llama su tropa, reposa sus brazos sobre un escritorio hecho con horcones, tallos de palma chonta y bejucos. Sobre el escritorio no hay armas. Sólo un radio de comunicación. Está escoltado por una hilera de libros. Como tratando de mostrar que sus argumentos son de sentido común y no es imperioso el respaldo de los fierros para creer en ellos. Su dotación de guerra está a sus espaldas, colgada en una horqueta, casi no se alcanza a percibir.
Los futbolistas cuelgan los guayos cuando no pueden dar más, pero no dejan el futbol y siguen en ese mundo porque allí encuentran el sentido de sus vidas. Los guerreros también dicen adiós a las armas cuando la guerra se acaba en el campo de Marte o en una mesa de negociaciones y encuentran un ambiente favorable para continuar con sus ideales.
Juan Manuel Santos, el presidente, desde un escritorio hecho con madera aserrada, finísima, probablemente imputrescible, cavila sobre su futuro. Sobre la apuesta que hizo para alcanzar la paz. Mira una y otra vez los resultados electorales y piensa que su idea de firmar un acuerdo de paz definitivo con Timoleón Jiménez se puede quedar en un simple deseo.
Santos, tiene varias asignaturas pendientes con su pueblo. Son millares los colombianos descolgados del sistema económico que tienen derecho a participar de la riqueza del país y no quedarse en la miserable condición de explotados. Las políticas económicas de Uribe y Santos han tocado el hueso de la gente colombiana.
En La Habana, mientras, la gente de Timoleón y de Santos sigue su hoja de ruta sin vacilaciones. No hay armas de fuego. Sólo argumentación. Sin interrupciones. Discuten. Chocan argumentos. Se acusan los unos con los otros pero al final acuerdan. Acuerdos para un país que nunca se ha puesto de acuerdo en nada, salvo para echar plomo y matar. Un ejercicio de dialogo. Una forma humana, muy humana, para resolver las controversias.
El mundo, por otra parte, todo lo que existe más allá de las fronteras de Colombia también tiene fe en que, por fin, termine la guerra interna que tanto dolor trae el pueblo colombiano e innumerables problemas transfronterizos: refugiados, tráfico de armas y cocaína, criminalidad transnacional, violación de soberanía, rompimiento de relaciones, obstáculos a la integración regional y un largo etcétera.
Ni siquiera el proceso de paz del Caguán sumó tantos apoyos como los que viene recibiendo el que sucede en Cuba entre el gobierno y las FARC. Un apoyo unánime y decantado porque ha pasado por los filtros y las reservas que ocasiona la llamada “lucha internacional contra el terrorismo”.
Así las cosas, he escrito una carta de puño y letra a una tía goda que, me llevaba útiles de aseo a la cárcel, pidiéndole que le eche una mano a Santos el próximo 15 de junio. Lo mismo he recomendado, por Facebook y WhatsApp, a unos chicos que gustan lucir camisetas del Che Guevara y visten de negro cuando salen a protestar contra las políticas económicas de Uribe y Santos.
El pan se puede quemar en la boca del horno. Más vale lo avanzado hasta ahora en La Habana entre la gente de Santos y Timoleón que la idea de devolvernos al kilómetro cero que nos promete Zuluaga.
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