Por: Alfredo Molano Bravo, El Espectador.
Desde el instante mismo en que el gobierno de Samper habló de Zonas de Reserva Campesina (ZRC), el general Bedoya gritó: ¡Son repúblicas independientes!
Un sello que robó a Primo
de Rivera, el fundador de la Falange, para estigmatizar el sueño
catalán de autonomía en 1934. El generalato y los sectores más
retardatarios del país siempre han criminalizado la figura de las ZRC,
creadas por la Ley 160 de 1994. Uribe las persiguió y desmontó las que,
con plata del Banco Mundial, se abrían paso como un recurso pacífico
para defender la economía campesina de la voracidad terrateniente.
Porque en realidad las ZRC no son más que eso: una manera de impedir que
en ciertas y determinadas áreas se concentre en pocas manos la
propiedad rural. A la derecha se le paran los pelos cuando le es
interpuesta una talanquera legal, porque están acostumbrados a
desconocerlas a las buenas o a las malas. Ahora, por ejemplo, el
candidato del uribismo, señor Lafaurie, dice que nos van a quitar el
departamento del Caquetá. Le faltó decir que perderemos la soberanía
sobre el sur, que Venezuela es expansionista y que habrá que declararle
la guerra. En fin, el hombre babosea hasta por los codos.
Cada
vez es más claro que los acuerdos sobre tierra que se cocinan en La
Habana están a punto de salir del horno y que incluyen las ZRC como uno
de los fundamentos del arreglo, que tiene, no se debe olvidar, un
carácter histórico y un alcance territorial. Histórico en cuanto la
lucha de los campesinos por la tierra viene desde mediados de los años
20, para no hablar de la pelea del hacha contra el papel sellado que
caracterizó la colonización cafetera. Es territorial porque, según la
citada ley: “Las Zonas de Colonización, y aquellas en donde predomine la
existencia de tierras baldías, son Zonas de Reserva Campesina”. Más
claro: “En las Zonas de Reserva Campesina la acción del Estado tendrá en
cuenta, además de los anteriores principios orientadores, las reglas y
los criterios sobre ordenamiento ambiental territorial; la efectividad
de los derechos sociales, económicos y culturales de los campesinos; su
participación en las instancias de planificación y decisión regionales, y
las características de las modalidades de producción”.
Las
Farc están pidiendo nueve millones de hectáreas para ser declaradas
ZRC. Para avaluar esta cifra se debe decir que las tierras robadas desde
el año 80 para acá suman unos seis millones. Es decir, están pidiendo
tres millones más de la superficie usurpada, reconocida incluso por la
ONU. Es una cifra muy baja si se compara con los 34,5 millones de
hectáreas que hay en ganadería, de las cuales 22 millones no son aptas
para tal actividad. Si de La Habana sale —como debe salir— un proyecto
de reforma tributaria basada en renta presuntiva, esas tierritas, que
mucho le dolerían a Lafaurie, pasarían a otros usos: reforestación
natural o agricultura. O mejor aún si con ellas se crearan ZRC. Más aún,
hay 1,5 millones de hectáreas baldías susceptibles de ser entregadas a
campesinos.
La
oposición beligerante de los terratenientes, de sus socios políticos y
de algunos generales a este arreglo se basa en el hecho de que los
campesinos pueden organizarse al amparo de las ZRC y demandar sus
derechos. Y votar, claro está. En el fondo, es lo que temen. ¿Acaso no
fue este miedo la razón para liquidar a balazo limpio la Unión
Patriótica? El Gobierno acepta las ZRC siempre y cuando los campesinos
sigan siendo votos cautivos de los gamonales y no representen intereses
políticos distintos. Altos funcionarios se erizan al oír que las ZRC
podrían llegar a ser entidades territoriales como son los municipios,
los resguardos indígenas y los territorios negros. Temen que los
intereses de campesinos, indígenas y negros compitan con los propios y
deban compartir con ellos el poder político. Si así se miran las cosas,
no puede uno dejar de preguntarse: ¿Qué está dispuesto a dar el Gobierno
a cambio de la paz? Todo indica que poco. O nada. ¿Será posible la paz
en las condiciones en que quiere dictarla el señor Lafaurie?
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