Un hipotético museo de la Verdad, con v mayúscula, habría de exponer entre sus piezas de interés general una copia del Decreto 502 de 2017 que modificó la composición del Consejo Directivo del Centro de Memoria Histórica para abrirle espacio al ministro de Defensa.
La ocurrencia del Gobierno no debería ser anecdótica. Con ligereza se ha asumido que la cordialidad del gesto hacia al Ejército era necesaria y una forma más de equilibrar las cargas emocionales. Se argumenta que el Ejército, de cualquier manera, tiene el mismo derecho que los demás actores a diseñar sus propias narrativas del conflicto. Todo lo cual es discutible, pero no había ninguna razón de fondo para hacerlo a la brava.
Si el subtexto de la errática decisión es el desacuerdo entre algunos sectores del Ejército y el informe general del ¡Basta ya! publicado por el Centro de Memoria Histórica, con mayor razón aún han debido abstenerse. Desde esta perspectiva el cambio en el articulito no solo parece un premio o un regalo y más bien va adaptando la pesada forma de una amenaza. Por lo demás hay que considerar que el interés del Ejército por la memoria histórica no es tan reciente y no obedece a una particularidad colombiana.
El caso peruano ofrece una buena comparación de lo que se nos viene encima. Años después de socializados los resultados de la Comisión de la Verdad y Reconciliación todavía hay debates sobre las responsabilidades asignadas en el informe final. Entre tanto, el Ejército, que tampoco figura como el principal victimario de la violencia en Perú ocasionada mayoritariamente por Sendero Luminoso, lleva una buena década reescribiendo la historia.
Tan perturbador como el Decreto 502 de la discordia es el fenómeno de la apropiación militar del lenguaje y los mecanismos utilizados por los defensores de derechos humanos para resarcir a las víctimas. El decreto firmado por el ministro de la Defensa legitima una nueva forma de camuflaje.
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