Por Juan Diego Restrepo E.Ver más artículos de este autor
La guerra la hacen dos ejércitos. Así que las responsabilidades son compartidas y de ambos lados hay explicaciones que ofrecer, pues hay víctimas de unos y otros que esperan la verdad.
Foto: SEMANA
La
inclinación de algunos sectores de este país en pensar que la guerra
que padecemos desde hace 50 años solamente la hicieron las guerrillas es
una tendencia que elimina la posibilidad de cuestionarle al Estado su
comportamiento en esa confrontación bélica, que también provocó cientos
de vícti
mas y cuyas familias esperan la verdad de lo ocurrido.
Mientras
en La Habana, Cuba, los equipos negociadores del gobierno y de la
guerrilla de las Farc se aprestan a conversar sobre las victimas que ha
dejado esta cruenta disputa armada, en Colombia se realizan foros
regionales para escuchar a todos aquellos que sufrieron en carne propia
la acción de los cañones. Hay una tendencia en esos encuentros a
exigirle a la insurgencia que hable de todo lo que ha hecho durante sus
cinco décadas de alzamiento en armas, y eso está bien, es necesario,
para la reconciliación y la superación de los odios.
Pero
me viene asaltando una duda desde hace varios días: La guerra la hacen
dos ejércitos, así que las responsabilidades son compartidas y de ambos
lados hay explicaciones que dar, pues hay víctimas de unos y otros. En
ese sentido, al Estado también hay que exigirle verdades y no de poca
monta, pues con su actitud ante “el enemigo”, real y supuesto, se
cometieron numerosas violaciones a los derechos humanos y cientos de
infracciones al Derecho Internacional Humanitario.
Así
como muchos familiares de víctimas de secuestro dirigirán sus preguntas
y exigencias a la guerrilla de las Farc, para que les den respuestas de
sus parientes, sobre todo aquellos de los que no se sabe nada; también
es necesario que se le pregunte al Estado no solo por las miles de
personas que fueron desaparecidas de manera forzada y de cuya suerte
poco o nada se conoce y en cuyas acciones participaron agentes de los
diversos organismos de seguridad estatales, sino por la indolencia del
Legislativo y el Ejecutivo al dilatar durante doce años, entre 1988 y
2000, la decisión de considerar esta práctica como un delito e
incorporarlo al Código Penal colombiano. Quienes evitaron esa decisión
deben ser cuestionados.
A la guerrilla de las
Farc también se le debe exigir que cuente verdades estructurales, como
por ejemplo sus vínculos con sindicatos, organizaciones no
gubernamentales, carteles del narcotráfico, comerciantes, industriales,
políticos y académicos, así como se le ha reclamado a quienes se
desmovilizaron en distintas facciones de las Autodefensas Unidas de
Colombia (Auc); pero a la par, también es clave demandar del Estado,
quien quiera que hable en su nombre, responsabilidad en la creación y
promulgación de leyes y normas que favorecieron el desarrollo del
paramilitarismo en el país.
Durante cincuenta
años, los insurgentes han cometido toda serie de abusos contra la
población civil: cruentas acciones contra pueblos utilizando armas no
convencionales proscritas por la legislación internacional; sometimiento
de comunidades enteras a controles rigurosos y a restricciones de la
movilidad; empadronamientos de la población para un mejor vigilancia en
los territorios bajo su dominio; y destrucción de medios de producción,
sobre todo en áreas rurales, vulnerando el derecho al trabajo de
cientos de personas, por reseñar algunos.
Sin
embargo, la Fuerza Pública, en su afán de ganarle terreno a las
guerrillas, apelaron a las mismas prácticas que sus enemigos y
consideraron como “enemigos” a numerosas comunidades, civiles y
pacíficas. En nombre de un Estado ausente y una bandera inexpresiva,
vulneraron los derechos ciudadanos, así éste fuera un campesino perdido
en la montaña, un indígena de la selva profunda o un afro de ríos
aislados. Confinamientos prolongados, restricciones alimentarias,
bloqueos a la movilidad, así fueran a caballo, a pie o en pangas. La
defensa de la llamada democracia ha llevado al abuso amparado en la ley.
No
es una irreverencia ni un despropósito preguntarse por el papel del
Estado en la prolongación de la guerra interna en Colombia; es un asunto
de sensatez, de simetría, de responsabilidad. Como lo advierten algunos
analistas de conflictos armados, una situación bélica como la que hemos
vivido no puede verse en perspectiva unidimensional porque no
comprenderíamos la complejidad de lo ocurrido. Lo padecido no ha sido en
blanco y negro, entre buenos y malos.
Nuestro
pasado, sobre todo en los últimos 50 años, está constituido por muchas
verdades, no por una única verdad, que deben reclamársela a quienes han
hecho la guerra, es decir, a los que por décadas estuvieron al frente de
unos y otros ejércitos, pero también a los políticos que han pasado por
escenarios de decisión y a los legisladores militaristas que no vieron
otras salidas al conflicto armado que la incorporación de la población
civil a sus fines contrainsurgentes adoptando leyes que lo permitieran.
De esa manera nos fuimos hundiendo cada vez más en el pantano. Y sobre
eso también es posible reclamar.
Comprendo que
las víctimas de la guerrilla de las Farc quieran exigir verdades a
quienes hoy están al mando de este grupo insurgente, desean respuestas
claras, precisas, sin ambigüedades, sobre sus parientes, pero también
considero necesario hacer una pausa, con ellas, y reflexionar sobre los
matices que rodean esta guerra prolongada, sus causas, sobre otros
responsables, incluso, sobre las otras víctimas, aquellas que dejó
tendidas, ocultas, desterradas, el ejército constitucional. Son reales,
existen, están ahí, también sienten dolor y quieren verdad.
¿Al
Estado se le puede exigir verdad? Sí, claro, es la otra parte en la
guerra, el otro fusil, la boca del otro cañón, el tirador en la orilla
del frente, un perseguidor más. Que es constitucional, claro; que es
legal, por supuesto; pero no por eso ha dejado de ser arbitrario y
criminal. Cientos de condenas proferidas por jueces nacionales y
extranjeros en estos años así lo revelan.
Es
importante reiterarlo: para explicar los eventos de guerra que hemos
soportado estoicamente, no hay un solo punto de vista, son múltiples, y a
la hora de reclamar verdades sobre sus consecuencias, hay que ampliar
la perspectiva. Aquel que solo ve, o quiere ver, o le imponen ver, el
cuadro reducido de su entorno, perderá toda profundidad y podrá incurrir
en errores de valoración. Incorporar al debate de la verdad la pregunta
por el papel del Estado en el conflicto armado interno permitirá
avanzar en la comprensión de los hechos. No hay que temerle a las
preguntas, mucho menos a las respuestas; unas y otras, planteadas con
claridad, nos ayudarán a fortalecer el camino de la reconciliación.
En Twitter: @jdrestrepoe
*Periodista y docente universitario.
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