Por: Tatiana Acevedo
“Los colombianos tienen un componente europeo
mayor que el pensado”, tituló el diario El Tiempo hace tres días. La
noticia (comentada por ciento treinta y seis usuarios del foro y
recomendada por casi dos mil usuarios de Facebook) reproduce una serie
de ansiedades con respecto a la ciencia y la identidad nacional.
Como casi siempre en estos casos, se presenta a
La Ciencia como un cuerpo homogéneo, serísimo, infalible, transmisor de
verdad u objetividad. Así, se entrelazan credenciales y siglas: “grupo
de Genética Molecular (Genmol)”, “Universidad de Antioquia”, “Consorcio
para el Análisis de la Diversidad y Evolución de Latinoamérica
(Candela)”, “University College de Londres”, “prestigiosa revista PLoS
Genetics”.
Reforzando esta idea, los profesionales entrevistados insinúan próximas curas y avances en una suerte de optimismo desmedido: “Estamos descubriendo genes que producen enfermedades como la obesidad, la diabetes mellitus, la hipertensión arterial y el cáncer (…) Esto apenas inicia, pero dará de que hablar”.
En un doble movimiento, la noticia lanza además una sentencia sobre la nación e identidad colombianas. Por una parte, deja claro que somos un país mestizo (se parte de la base de que hay una mezcla), singular y unificado. Se nos recuerda, entonces, que nos sabemos todos iguales: “En Medellín, donde la mayoría de los voluntarios fueron universitarios, la mayoría se consideró mestizo”. Por otra parte, se hace énfasis en que el porcentaje negro es el más pequeño. Somos una mezcla, pero sobre todo de blancos. “Los colombianos tienen un 10 por ciento de africanos, un 20 de amerindios y un 70 por ciento de europeos”, afirma la nota en el primero de sus trece párrafos. Para dar más fuerza a estos datos, se recurre a una comparación burlona con Chile: “los chilenos, que creían que eran más europeos, encontraron que primaba lo amerindio sobre los demás componentes, por la influencia mapuche”.
Esta fórmula que abarca, negando la diferencia (todos somos mestizos), y excluye (pero somos sobre todo blancos), está en el centro de tantas otras joyas del orgullo patrio. El vallenato nos proporciona un ejemplo claro. Quienes lo introdujeron en Bogotá se esforzaron por recalcar su carácter unificador. Describiendo el género, López Michelsen insistió en su carácter “democrático”: “Al compás de las dos músicas, la europea, que se ejecutaba en los acordeones, y la africana y aborigen en la caja con la guacharaca, surgió ese híbrido que es el paseo, tan típicamente vallenato”.
Estos mismos promotores se esmeraron también por explicar que, de todas las influencias, la negra era la menos fuerte. En su libro sobre historia del vallenato, publicado por el Ministerio de Cultura, Consuelo Araujonoguera afirmaba que, pese a tener influencias “africanas”, el vallenato distaba de los ritmos negros que se bailan “en un ambiente de lujuria que casi remeda el acto sexual (…) El vallenato, en cambio, jamás se baila suelto ni en ruedas. Al estilo del vals, cada quien tiene su pareja, un baile semejante al de ciertas regiones de España y el sur de Francia”. Y ella también acudía a la ciencia: “esta innegable influencia europea en la música vallenata será más apreciable cuando se logre hacer un estudio”.
Reforzando esta idea, los profesionales entrevistados insinúan próximas curas y avances en una suerte de optimismo desmedido: “Estamos descubriendo genes que producen enfermedades como la obesidad, la diabetes mellitus, la hipertensión arterial y el cáncer (…) Esto apenas inicia, pero dará de que hablar”.
En un doble movimiento, la noticia lanza además una sentencia sobre la nación e identidad colombianas. Por una parte, deja claro que somos un país mestizo (se parte de la base de que hay una mezcla), singular y unificado. Se nos recuerda, entonces, que nos sabemos todos iguales: “En Medellín, donde la mayoría de los voluntarios fueron universitarios, la mayoría se consideró mestizo”. Por otra parte, se hace énfasis en que el porcentaje negro es el más pequeño. Somos una mezcla, pero sobre todo de blancos. “Los colombianos tienen un 10 por ciento de africanos, un 20 de amerindios y un 70 por ciento de europeos”, afirma la nota en el primero de sus trece párrafos. Para dar más fuerza a estos datos, se recurre a una comparación burlona con Chile: “los chilenos, que creían que eran más europeos, encontraron que primaba lo amerindio sobre los demás componentes, por la influencia mapuche”.
Esta fórmula que abarca, negando la diferencia (todos somos mestizos), y excluye (pero somos sobre todo blancos), está en el centro de tantas otras joyas del orgullo patrio. El vallenato nos proporciona un ejemplo claro. Quienes lo introdujeron en Bogotá se esforzaron por recalcar su carácter unificador. Describiendo el género, López Michelsen insistió en su carácter “democrático”: “Al compás de las dos músicas, la europea, que se ejecutaba en los acordeones, y la africana y aborigen en la caja con la guacharaca, surgió ese híbrido que es el paseo, tan típicamente vallenato”.
Estos mismos promotores se esmeraron también por explicar que, de todas las influencias, la negra era la menos fuerte. En su libro sobre historia del vallenato, publicado por el Ministerio de Cultura, Consuelo Araujonoguera afirmaba que, pese a tener influencias “africanas”, el vallenato distaba de los ritmos negros que se bailan “en un ambiente de lujuria que casi remeda el acto sexual (…) El vallenato, en cambio, jamás se baila suelto ni en ruedas. Al estilo del vals, cada quien tiene su pareja, un baile semejante al de ciertas regiones de España y el sur de Francia”. Y ella también acudía a la ciencia: “esta innegable influencia europea en la música vallenata será más apreciable cuando se logre hacer un estudio”.
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