Por Enrique Milanés León
José Mujica no descarta volver a dedicarse a vender flores cuando concluya lo que él llama “la changuita de ser presidente”. Proyecta, además, instalar en su casa una escuela de oficios agrarios dirigida a formar a niños de familias humildes. En marzo de 2015 entregará la banda presidencial a un sucesor y desde ya se ha elegido a sí mismo para adoptar, como un uruguayo corriente, a unos 30 o 40 “gurises pobres” que vivirían con él y aprenderían a entenderse con la tierra.
El plan es apenas un botón de muestra del pensamiento de un político que desconcierta a quienes “descubrieron” —¡oh, raro hallazgo en estos tiempos!— al hombre de pueblo en el hombre de Estado. La gran prensa y las redes sociales le han colocado el rótulo de “el presidente más pobre del mundo” y hasta el de “el más excéntrico de América Latina”, porque en este planeta, desdichadamente, la modestia se ha vuelto medio exótica.
Mujica replica con su verdad: él no es pobre, porque no necesita mucho para vivir, prefiere andar ligero de equipaje, y la austeridad le ayuda a “mantenerse libre”. Tales argumentos, sin embargo, no hacen más que multiplicar el asombro de una humanidad más orientada a la golosina de la cebolla.
Oyéndole sus discursos improvisados (el reciente en La Habana fue simplemente magnífico) uno aquilata la riqueza de este presidente que dona el 87 por ciento de su salario para su partido y para programas sociales de construcción de viviendas y que nunca se ha mudado de su humildísima chacra (granja) de Rincón del Cerro, a unos 10 kilómetros de Montevideo, haciendo público desplante a la cómoda residencia presidencial.
En una época en que, por fortuna y elección, América Latina cuenta con varios líderes valiosos, destaca en el conjunto la oratoria fresca de este anciano que habla con la ternura de un niño, la poesía de la naturaleza y el recio alerta de un sabio.
Aunque siempre audaz, Mujica no siempre fue manso. Su cuerpo supo de seis balas y su expediente de guerrillero tupamaro le hizo pasar 14 años en prisión. En los peores tiempos, la cárcel era un agujero en el piso. Estuvo más de un año sin poder bañarse y siete sin leer nada; sus únicos amigos eran entonces unas ranas, unas ratas y las hormigas que se ponía en las orejas, para entretenerse. Con ellas compartía migas de pan.
Contrario a lo que suele ocurrir, la prisión le multiplicó la humildad, le enseñó a “galopar para adentro” y le armó la certeza de que el odio no sirve en la política. Miles de uruguayos lo esperaron en el otoño de 1984, a la salida de la cárcel; en 2010, cuando asumió como presidente, pudo entenderse mejor qué habían visto en aquel recluso que recobraba la libertad.
Desde entonces se ha hecho evidente que sus maneras no cuadran en el molde. Aclaró bien temprano que la corbata no le hacía falta para trabajar. Vendió, en bien del país, la residencia de vacaciones presidencial de Punta del Este. Siguió en su casita gaucha con su mujer, la senadora Lucía Topolansky, usando, para ir al trabajo de jefe del país, un carro VW escarabajo del año 1987, todo una pieza museable en la almidonada etiqueta internacional. Mujica vive como un vecino más, hábito del cual muchos se autodespojan no más recibida la banda ejecutiva.
Todavía siembra flores, les regala sus mejores lechugas a los vecinos y se aparece fuera de agenda en un bar de personas sin nombre a medir cómo va el mundo a esa hora. Todavía invita al barbero a pelarlo en la casa y Manuela, su perra coja —tullida en un accidente con el presidente durante una de las jornadas de este como operario de tractor—, parece más agente de seguridad personal que los dos policías que, tras mucha resistencia del estadista, fueron apostados en una garita a velar aquella descorchada casa de tejas metálicas situada a la vera de una calle de tierra. Decididamente, José Mujica es demasiado para los cánones de hoy.
Pese a estos años en el cargo presidencial, los vecinos aun le llaman El Pepe. Y El Pepe tiene anécdotas dignas de incluirse entre las lecciones políticas que habrán de salvar el mundo. Cierta vez unos futbolistas de segunda división le hallaron junto con Manuela en una ferretería de barrio adonde fue a comprar la tapa de un inodoro, y acabaron reunidos en una animadísima charla deportiva con el presidente, flanqueado por la perra, asido al singular accesorio.
Otro día fueron a dar a su casa, sin previo aviso, unos ciudadanos argentinos que editan una revista comunal, y el mandatario les dio la entrevista que le pidieron. Y en septiembre del año pasado se apareció en sandalias al juramento de su nuevo ministro de economía.
Hay más. No hace tanto, la seguridad paraguaya le impidió entrar al almuerzo que dio el entonces recién electo presidente Horacio Cartes. ¿La causa? Su atuendo. “Sabíamos que era austero, pero no tanto”, dijeron los guardianes que cuidan al vecino rico.
Como todos, El Pepe tiene detractores y simpatizantes. Entre los últimos se cuentan personas del mundo entero, y no han faltado quienes lo propongan para el Premio Nobel de la Paz. “Están locos —ha comentado Mujica—; un premio de esos podría arrimar unos pesos más pa’ hacer casitas pa’ las mujeres pobres. Pero la paz se lleva dentro”.
Él dirá lo que quiera, sin embargo hay actos suyos que parecen contradecirlo porque merecen el Nobel de la autenticidad. En 1994 José Mujica fue al Congreso a jurar como diputado. Llegó en su vieja moto Vespa vestido con ropa de gimnasia y el guardia que cuidaba el parqueo, temeroso de que arribaran los elegantes senadores, le preguntó:
—Señor, ¿se va a quedar mucho tiempo?
—Si no me echan antes… cuatro años –fue lo único que El Pepe respondió.
(Tomado de Progreso Semanal)
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