Al cruzar la calle luchaba hasta con la mediana brisa, que en las ardientes tardes bajaba de la montaña, para que no lo tirara al piso y lo arrastrara. La búsqueda de desperdicios en el basurero que se amontonaba en una esquina, dos cuadras abajo, la realizaba en la mañana. Nunca se le vio pelear un hueso con otro perro o rata. Iba y regresaba con su caminadito típico: como que de medio lado, como que arrastrando las patas, cabizbajo, las orejas caídas y como sin apuros. Ni lo recuperado en el basurero, ni las sobras que le daban en su casa eran suficientes para engordarlo, pues el costillar le resaltaba por encima de sus pelos grisáceos. Mudo, discreto o falto de fuerzas, lo cierto es que no recuerdo haberlo escuchado ladrar. Nadie sabía su edad y menos quienes eran sus padres.
Un día se apareció con su caminado de vaivén, surcando la calle de tierra pura, en mi viejo y humilde barrio de Cali, al suroccidente de Colombia. No le importó que estuviéramos jugando futbol. Nosotros, al ver la terrible indiferencia del forastero ante la vida, detuvimos el balón para que pasara. No se supo por qué, pero entró sin pedir permiso a esa casucha de tablillas que quedaba en frente de mi casa, la cual tenía un solo espacio que servía de comedor, dormitorio y cocina. Se fue directo a meterse debajo de una de las tres camas y se echó a dormir. Ante la osadía, los dueños ni se atrevieron a protestar. Prefirieron adoptarlo. Unas horas después, cuando salió a la puerta, los demás perros vinieron a olfatearlo y fue aceptado. Para nosotros un perro más no era molestia.
Luego vino la gran discusión: cómo llamarlo. Y con las informaciones en la radio llegó el nombre. El corrillo de niños decidió que se titulara Guasinton. Ninguno perdió saliva tratando de corregir la pronunciación, porque a todos nos sonaba guasinton y no Washington.
A pesar de su deplorable aspecto, que incluía principios de sarna en las orejas y el rabo, Guasinton era la admiración de nosotros. Durante varios días, cuando en las tardes regresábamos de la escuela, nos reuníamos para burlarnos de su aspecto y escasa vitalidad. Un ventarrón se llevaba como hoja seca al enclenque; varias veces quedó inmovilizado en los pantaneros que la lluvia formaba en la calle, y ahí llegábamos nosotros a servirle de grúa. Pero Guasinton tenía una particularidad admirable.
De las cuarenta casas y casuchas que debían existir en las dos cuadras del vecindario, por lo menos en treinta se compartían los modestos alimentos con perros, perras, gatos y gatas. Cuando una de esas hembras de ladrido entraba en calor y le daba por buscar novio, la calle se ponía en efervescencia. Era un espectáculo ver a diez o quince perros cercando y montando a la perra por cualquier lado. Ante tanto asedio ella se tiraba al piso y empezaba lanzar dentelladas, pero ni así la dejaban tranquila. Y llegaban las trifulcas entre los perros, creyendo que el más fuerte sería aceptado para un breve romance. Los aliados no existían, era una disputa de todos contra todos.
Guasinton prefería detallar la escena desde una prudente distancia. Justo en el momento en que la guerra intercanina estaba en su tope, Guasinton se acercaba a la perra, la olía, la lambía, y ella como hipnotizada se levantaba y salía atrás de ese desgarbado elegido. Los luchadores se daban cuenta y se precipitaban en medio de ladridos tras la perra, empujando y hasta mordiendo al inmutable Guasinton.
Demasiado tarde. Si el dueño de la perra no se interponía, en medio de las dificultades de la guerra establecida, Guasinton la hacía entrar a la casucha. Los propietarios se encargaban de cerrar el paso a los demás rabiosos y excitados pretendientes. Guasinton llevaba a la enamorada directamente al viejo plato metálico donde le servían los restos de comida, ofreciéndole lo poco que quedaba, y que ella acababa en dos lambidas. Con la tranquilidad asegurada, ella entraba en el juego amoroso de Guasinton, bajo la sombra de un árbol de mango. Ahí comprobaba lo que muchas perras del vecindario comentaban: sin ser preñador, era el mejor amante.
Cuando me preguntan sobre mí niñez y mi barrio, cuento de su alegría, del vecindario solidario, de su pobreza, y de Guasinton.
(*) Hernando Calvo Ospina es periodista y escritor colombiano. Colaborador de Le Monde Diplomatique.
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