Por: Alfredo Molano Bravo, El Espectador
El tema está en la agenda de todo el mundo. Para muchos —con razón— es una nueva forma de entregar la riqueza sobre la que estamos sentados, a cambio de nada.
Los indígenas opinan que su explotación es como meterle la mano a la mamá, y lo más grave: por un desconocido. Un negro me dijo algo de una lógica aplastante: “Si se lo van a llevar para meterlo en el banco, ¿por qué más bien no construyen un banco encima de la mina?”. Piensan lo opuesto funcionarios y ejecutivos: ¿Cómo vamos a vivir muertos de hambre con tanta plata enterrada? Un gran debate está por comenzar, porque muertos ya ha dejado. Y dejará.
Desde la Colonia fuimos los principales productores de oro en América, hasta el descubrimiento de las minas de oro en California, que enloqueció a los gringos. La leyenda del oeste, sus revólveres, sus vaqueros, están ligados a la fiebre del oro, de la que Chaplin se burló, como se burló de Hitler, como se burló del progreso de la industria. Quimeras.
La crisis fiscal de todos los gobiernos, sumada al robo de las platas del Estado y al costo de mantener el clientelismo y sobre todo la guerra, nos ha vuelto a meter, primero en la explotación de petróleo, carbón y níquel, y ahora de oro. El país está concesionado.
El oro ha subido de precio por la crisis económica. De US$50 la onza troy en los 80, hoy se paga a 2.000. Y en Colombia su comercio es prácticamente libre. De ahí el negocio de los narcos. Compran un título de una mina de oro, entran los dólares, compran oro donde se los vendan y luego lo declaran como sacado de su mina. La confianza inversionista no era solo para las compañías canadienses, sino para los narcos.
La minería ilegal tiene varios socios. El dueño —o poseedor— de la tierra. Va con el 10% o el 15% sobre lo que sacan las dragas o las retroexcavadoras. Otro socio es el barequero. La mayoría son mujeres que lavan oro en los huecos que hacen las retros. Hay otros socios muy importantes: las autoridades locales. Hablo de policías, militares, guerrillas, paramilitares, alcaldes y corporaciones de desarrollo. Cobran sus servicios, que son de acceso, de vigilancia, de orden y de participación. La guerrilla, los paramilitares y los narcos son, pues, inversionistas. Los miembros de la fuerza pública —algunos, agrego para que los generales no se molesten— son parte central del negocio. El gobierno de Santos ha emprendido una pelea contra la minería ilegal alegando razones ambientales y sociales. En el papel, válido. En la realidad, difícil. En el fondo no son medidas a favor del medio ambiente y menos de la gente que explota con batea y almocafre. Su objetivo, como lo dice el señor Restrepo, un poderoso minero antioqueño, es abrirles el campo a las multinacionales de la minería, casi todas canadienses. Empresas que, a través de la Canadian International Development Agency (CIDA), contribuyeron a la redacción del nuevo código minero. Así que Santos se mete a sacar las castañas del fuego para que las grandes firmas extranjeras se coman la pepa. El lío no va a ser menor porque las alianzas de los ilegales son sólidas y para todos rentables. Mucha gente vive del oro desde hace siglos; otros recién llegados tienen armas y los demás, esa infinita codicia que produce la caca del diablo.
Los recientes decretos del Gobierno han sido redactados a favor de las grandes mineras que no pagan derechos de importación ni IVA, que reportan a su gusto lo que sacan, que emplean solo a los recomendados de los gamonales de la región y que botan a los ríos toneladas de mercurio, cianuro. El Gobierno tendrá que afrontar a bala la reacción que desatarán esas medidas, porque la gente que ha vivido siempre del oro no tiene salida y las grandes compañías tienen afán de sacar lo que haya para meterlo a “correr” en el sistema financiero. Sangre y oro. Como siempre.
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