Por: Eduardo Sarmiento - El Espectador
La reforma tributaria se entregó por pedazos. Como de costumbre, se trata de confundir al público con tecnicismos que deforman la realidad. Así, con la etiqueta estructural se define un producto que no cumple con el significado del término. Sin mayores explicaciones, se proclama que la reforma tributaria mejorará las condiciones de los grupos menos afortunados.
Las características centrales de un buen sistema tributario son, primero, quienes tienen más pagan más, y segundo, no interfiere con el funcionamiento regular de la economía. Infortunadamente, las dos condiciones no se cumplen en forma simultánea. En general se encuentra que los impuestos más progresivos, como el patrimonio y la renta, son los que más afectan el funcionamiento del mercado y reducen el ahorro. El dilema siempre estuvo presente y durante la era neoliberal, que se inició con Reagan y Thatcher, el mundo se inclinó a favor de los gravámenes indirectos, que son más inequitativos, interfieren menos en la eficiencia del mercado y generan más recaudos. Esta visión se impuso en el país hace 30 años y ha predominado en las múltiples reformas tributarias, que han tenido como constante el desmonte de la tributación progresiva y su reemplazo por la indirecta, y la elevación de la tributación del trabajo con respecto al capital.
Los detalles de la reforma tributaria divulgada por el Gobierno el fin de la semana constituyen un paso más decidido en la misma dirección. Se amplían los productos sujetos al IVA y se eleva la tarifa de 16 a 19 %. Se establece un gravamen fijo a los tenderos y pequeños negocios. Se sustituye el impuesto a la riqueza y al ingreso por un impuesto plano a las utilidades de las empresas y la contribución efectiva se reduce de 41 a 33 %. Así las cosas, se ha configurado una estructura que sustituye los gravámenes directos (los que tienen más pagan más), por los indirectos (los que tienen menos pagan más), se elimina la progresividad del patrimonio y del ingreso a las personas jurídicas y se eleva la carga tributaria del trabajo con relación al capital. La típica reforma tributaria que sacrifica la equidad fiscal para ampliar el recaudo y sostener la rentabilidad del capital.
En el fondo la concepción fiscal se encasilla en la doctrina que justifica bajar el salario como una forma de elevar el ahorro y la competitividad externa. En este sentido, la gestión del crecimiento se reduce a deprimir los salarios y propiciar altas rentabilidades del capital. Así ocurrió en la mayoría de los países en los últimos 25 años y Colombia no fue la excepción: el retorno del capital evolucionó por debajo del crecimiento del producto nacional, la participación de los ingresos del capital en el producto nacional aumentó en forma sistemática y el coeficiente de Gini se deterioró.
En fin, la reforma tributaria es una disculpa para bajar el salario real. Luego del fracaso de la devaluación masiva para rectificar el desajuste de la balanza de pagos ocasionado por los desaciertos de varios años y el deterioro creciente de la economía, el Gobierno y los organismos internacionales no vieron otro camino que reducir los ingresos del trabajo, replicando la experiencia de los países periféricos de Europa. Se equivocan en materia grave. El ajuste se puede lograr por otros medios menos injustos, como una política industrial orientada a ampliar las exportaciones que tienen demanda mundial y una severa regulación financiera para elevar el ahorro del capital. La reforma tributaria, en la forma que está concebida, acentúa las tendencias recesivas de la economía y el deterioro de la distribución de ingreso.
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