En Colombia el servicio militar no es obligatorio, es selectivo y evidencia la segregación de nuestra sociedad.
Por: Arturo Charria, El Espectador
A la guerra no van todos los colombianos en su conjunto, van los más pobres, van los bachilleres hombres para los que la educación no es una opción y para los que el futuro es una palabra tan ausente como el Estado.
Pero esta es una verdad menor para los que insisten en llamar a la guerra como única salida para alcanzar la paz. No tienen límites. Desde hace unas semanas, voluntarios del Centro Democrático recogen firmas contra el proceso de paz, son feligreses que repiten como autómatas frases que no comprenden, las dicen como si propagaran una revelación que no admite cuestionamientos, pues son palabras de “Su Señor”. Así, como una religión que intenta propagar su fe, van por las calles evangelizando a incautos, usan como estrategia de venta el miedo y la salvación.
Los uribistas quieren perpetuar una guerra a la que no están dispuestos a ir, firman las planillas con tanta fuerza, que el color de la tinta se vuelve púrpura, hasta coagularse del otro lado del papel. No, ellos no irán a la guerra, la única batalla en la que están dispuestos a participar es la que libran cada día en las redes sociales; allí, frente a sus pantallas táctiles, sus teclados y sus oficinas refrigeradas, son valientes: usan sus palabras como armas: insultan, gritan, escriben con mayúsculas sostenidas y son tan crueles en sus juicios como lo son con la ortografía.
Mientras los uribistas ponen el odio, los pobres ponen los muertos. Están convencidos de que todos los miembros de la Fuerza Pública son héroes de la patria, cuando en realidad las filas del ejército están llenas de jóvenes de estratos bajos que fueron reclutados contra su voluntad o por falta de un proyecto de vida. La pobreza no es, exclusivamente, la suma de las necesidades básicas insatisfechas, es la incapacidad de poder tomar decisiones. Así, muchos uribistas, en ejercicio de su libertad, eligen la guerra por encima de la paz (amparados en el salvoconducto de su libreta militar), mientras que miles de jóvenes, coaccionados por su pobreza, no pueden decidir si ir o no al campo de batalla.
En 1929, Erich María Remarque, escribió, Sin novedad en el frente, allí mostró los horrores de la Primera Guerra Mundial, su relato se convirtió en un manifiesto antibélico. A través de sus páginas el autor alemán cuestionó a quienes promovían la guerra y la exaltaban jurando que “no hay nada más bello que morir por la patria”. Convencidos de ese heroísmo, miles de alemanes saltaron a las trincheras europeas buscando la gloria, y en su lugar encontraron la muerte, la deshumanización, la mutilación y el odio.
Pero de nada sirve describir cómo la guerra destruye el cuerpo y la vida de quienes se exponen a ella, nada hará que los uribistas cambien de opinión, su militancia religiosa se los impide. De ahí que sugiera una modesta proposición en nombre de la coherencia y de la llamada Ley antitrámites: propongo que junto a las mesas en las que recogen firmas contra el proceso de paz, instalen otras de reclutamiento del ejército, de manera que los uribistas no tengan que hacer dos trámites que se pueden simplificar en uno solo.
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