Ya ha quedado en evidencia que las cárceles de Colombia, más que ser lugares privativos de la libertad, son campos de concentración.
Por: Javier Ortiz
Se sabe que el hacinamiento aumenta las expresiones violentas, que viven entre excremento y orines espesos, que los enfermos caminan los patios con llagas malolientes reflejo de las pésimas condiciones de salud. Pero cuando se pensaba que nada podía superar ese estado de cosas inconstitucionales que impera en las prisiones, al que se refirió la Corte Constitucional en la sentencia T-153 de 1998, aparece una espantosa confesión que describe cómo se descuartizaban personas en la cárcel Modelo de Bogotá.
Cerdos que comían desechos de gente, personas picadas y molidas a golpes de mazo, son apenas imágenes del terror que gobernó el penal, del que las autoridades tenían conocimiento.
El 27 de abril de 2000 los paramilitares recluidos en el patio cinco de la cárcel Modelo de Bogotá tumbaron las paredes con granadas y ráfagas de fúsil, ingresaron al patio cuatro y asesinaron a 32 internos. Eran los mismos días en que ocurrieron las masacres de Tibú —en Norte de Santander, con un saldo de 25 muertes—, la vereda Mata de Perro en El Carmen de Bolívar —en la que torturaron y asesinaron a 13 campesinos—, San Carlos en el departamento de Antioquia —en donde mataron a 15 campesinos—, y Buenaventura en el Valle del Cauca —con 13 víctimas mortales, ocho desaparecidos y un herido—. Tiempos donde el paramilitarismo mandaba en los territorios nacionales, se mezclaba con la institucionalidad, se sentaba en la mesa con la fuerza pública y garantizaba resultados en procesos electorales. Lo que ocurrió en la Modelo, y posiblemente en otras cárceles del país, no fue otra cosa.
La masacre de la cárcel Modelo duró 12 horas y sembró el terror dentro y fuera del penal. La Fuerza Pública no hizo nada por detener la barbarie. A la vieja usanza de las masacres paramilitares, ingresó dos días después, cuando los asesinos celebraban su hazaña con unos tragos. Doce días después, testigos aseguraban que los internos de los patios cinco y tres seguían portando armas de largo alcance y que en las noches patrullaban con brazaletes de las Autodefensas Unidas de Colombia.
El mismo día de la masacre, horas antes, un guardia encontró el cuerpo descuartizado del interno Alberto León Giraldo. Fue asfixiado, picado y metido en unas bolsas. En enero de 2013, 13 años después, el Consejo de Estado consideró administrativamente responsable al INPEC por su muerte.
El país, como siempre, es tolerante con la barbarie —durante años, hasta que un día decide sorprenderse. En 2010 el portal Verdad Abierta tituló “Los desaparecidos de la Modelo”, y en la nota se refería a la versión libre de alias Don Mario y alias Pirata —exjefes del Bloque Centauros de las Auc— en la que “dijeron que recordaban varios casos en los que paramilitares presos en la cárcel Modelo de Bogotá asesinaron y desaparecieron personas en el interior del mismo penal”.
Se investigan, al menos, la desaparición de 100 personas en la Modelo. Según el testimonio, no sólo eran reclusos las víctimas mortales. La maquinaria paramilitar operó a sus anchas en la cárcel. Es absurdo imaginar, si quiera, que el INPEC nunca se enteró.
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