La guerra contra las drogas - y todos sus factores: cultivos, comercio y armas– nos ha sido impuesta.
Por: Alfredo Molano Bravo
La marihuana no se consumía en Colombia sino en círculos muy reducidos del bajo mundo; los cuerpos de paz se encargaron de hacerle el nombre. La coca es andina y su consumo ancestral, pero la cocaína fue producida, para la exportación, por mafias nacidas en la guerra de Vietnam. En el país encontraron los complementos necesarios para el gran negocio: suelos, selvas, hambre, combos, y autoridades corrompidas. Para los colonos, la marimba y la base de coca fueron el milagro con que se cumplían todas las promesas que los gobiernos nunca cumplían: precios rentables, mercado seguro, crédito. No se inventaron el negocio; llegó caído del cielo. EE.UU. puso el mercado, los insumos y las dos condiciones para hacer del cultivo de dos plantas inofensivas un negocio tan próspero como el de las armas: la prohibición y la demanda. En esta contradicción anida la guerra contra las drogas llamadas de uso ilícito. Las Farc entraron en el negocio en razón del escalamiento de la guerra a fines de los años 70. Para hacer la guerra se necesita plata, mucha plata. Las guerrillas se habían sostenido en primer lugar con el aporte, voluntario o no, de la gente –principalmente colonos– en las regiones donde tenían fuerza. El monopolio de los tributos y de las armas son la condición del poder político de los Estados y de las fuerzas que contra ellos se rebelan. Es éste el vínculo entre la economía y el poder. Y es en él donde se origina el concepto jurídico de la conexidad, que ha tenido una larga trayectoria histórica en toda América Latina. ¿ De qué otra manera se podían hacer guerras civiles, que son en su esencia el germen de la formación de los Estados-nación?
EE.UU. declaró la guerra a la droga por razones tanto políticas como económicas. Las primeras, porque teniendo un electorado puritano sería un suicidio electoral no reconocer sus principios moralistas, que por lo demás se transformaron en las enseñas para la cacería de brujas tanto adentro –prohibición del alcohol en los 20– como afuera: persecución de opio –chinos–, marihuana –mexicanos–, cocaína –negros–. Este conjunto de factores les permitía –y permite, como nunca antes– a los gobiernos del norte un gran mercado de armas, para lo cual, después de la guerra de Vietnam quedó aceitado.
Es este el conjunto de determinaciones sociales y económicas que parece reconocer el presidente Santos al invitar a la reflexión sobre la conexidad entre el narcotráfico y la rebelión. Como el lobo de Gubia que para vivir tiene que matar, así frente al reforzamiento de las FFAA, y para sostener la guerra con un enemigo cada vez más poderoso, las guerrillas han tenido que pasar del asalto de bancos, el robo de ganado a la extorsión y al gramaje –impuesto sobre la producción de pasta base de cocaína–. No lo justifico moralmente, pero debemos explicarnos las razones por las cuales la guerra ha llegado donde está. La conexidad de estas actividades delictivas, y de otras más graves, es clara. Ni los máximos responsables ni los guerrilleros rasos se benefician privadamente de los impuestos que cobran a los narcotraficantes ni a los colonos cultivadores de coca. Casos habrá de “manzanas podridas” como en toda organización social, incluyendo las legiones de ángeles. Es casi un derecho bilateral. La guerrilla nunca aceptará el cargo que se le hace con tanto fariseísmo de ser un cartel de la droga, y menos de que sus miembros se pudran en una cárcel norteamericana. Santos es consciente de que la conexidad es una condición para excusar la firma de las extradiciones que los EE.UU. pidan. La repugnante figura de la extradición podría seguir existiendo si se reconoce y sanciona la conexidad, pero los mandatarios tendrían en sus manos la posibilidad de rechazar las demandas de EE.UU. sobre una base legal: la conexidad entre el gramaje y la guerra.
Alfredo Molano Bravo | Elespectador.com
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