«De las 12 personas que asesinaron ese día en el planchón, 5 eran menores de edad, 4 mujeres; a todos se les descuartizó, ubicando en fila sus cabezas»
Por Equipo de Redacción Resistencia
Guérima Mahecha
Vivíamos en Mesetas (Meta), de donde soy oriundo; allí estábamos establecidos con mi familia, compuesta por 12 integrantes, entre los cuales estaban mi madre y mi padre, nueve hermanos y mi abuela materna. En Mesetas teníamos una casita, además de una finca con la cual sustentábamos nuestras necesidades.
Nací en el año de 1980. Mis primeros seis años de vida estuve en el pueblo, hasta cuando la cosa se complicó a raíz de la persecución que se acrecentaba contra integrantes de la Unión Patriótica, de la cual hacían parte algunos de mis hermanos. Mi familia y yo, para el año de 1986, tuvimos que comenzar a huir bajo el miedo. Mi familia fue forzada a vender, casi regalar, todo aquello que teníamos para desplazarnos a la capital.
A Bogotá llegamos a casa de una tía quien nos hospedó a los 12 integrantes de mi familia por aproximadamente dos meses; luego por la situación, entendible por el sobrecupo en la casa, tuvimos que buscar otro lugar. Ocupamos un lote situado en el barrio La Paz, ubicado al sur de la ciudad, en la actualidad un barrio contiguo al barrio Danubio Azul. En ese lugar construimos un ranchito con techo de paroy, paredes de latas y cartón; el ranchito contaba con un solo cuarto, para dormir teníamos tres colchónes que tirábamos al suelo y solo contábamos con una cama donde dormían mis padres. Cocinábamos con leña.
Mi hermano, ante la necesidad, encontró trabajo de mesero en la cárcel La Picota. Mi padre, mis hermanos y yo trabajábamos reciclando. Había pasado tan solo un mes y medio cuando la Policía llegó con ayuda de maquinaria pesada a retirarnos por la fuerza de este lugar, arrasando con todo lo poco que teníamos; no respetaron nada, ni siquiera la presencia de niños en el lugar. De igual manera era el único lugar donde podíamos vivir, así que nuevamente tuvimos que construir las casitas para podernos resguardar.
Mi hermano, que trabajaba en La Picota, le consiguió trabajo a mi madre en la cocina de la cárcel; mi padre se enfermó y casi no podía ir a reciclar con nosotros, teniendo muchas veces que recurrir a pedir limosna. Mi madre se demoraba una hora en llegar a la cárcel, lo hacía caminando, yo la acompañaba y nos teníamos que levantar a las 2 de la mañana, ella iniciaba labores a las 3. Durante la primera quincena nos alimentó con las sobras que dejaban los guardianes o con las pegas de arroz que no se vendían. Mi madre nos las racionaba en dos partes para que durara todo el día. Recuerdo que cuando le pagaron la anhelada quincena, antes de llegar al rancho, compró pan y queso; cuando nos lo iba a repartir llegaron los buldóceres, maquinaria pesada, para desalojarnos, sin alcanzar a sacar nada de allí. Cuando todo pasó, volvimos al sitio donde era el rancho; adentro, en medio de los destrozos, estaban los 7 pedacitos de queso y los 4 panes; recuerdo claramente a mi madre con lágrimas en los ojos, tratando de tranquilizarnos mientras recogía la comida. Esa fue la ayuda del Estado, aquello que me tiene aquí; todo eso por apoyar una opción, una salida política llamada UP.
Luego tuvimos que regresar al Meta, a un lugar llamado La Mesa de Fernández. En aquel lugar duramos como un año, donde conocimos a un hombre que se hizo amigo de la familia, quien nos logró ubicar en Viotá (Cundinamarca), donde el Partido Comunista era fuerte políticamente. Nos fuimos a vivir a una finca con mi familia; luego mi padre logró comprar una finca para trabajarla, con la cual nos acabamos de levantar. En Viotá vivimos como diez años, hasta que llegó el terror paramilitar; hasta ahí nos duró la tranquilidad.
Nuevamente perdimos todo y tocó desplazarnos otra vez. Aquel que no trabajara con los paramilitares o los apoyara, tenía que huir. Ya sin nada, mi familia ha tenido que vivir en arriendo en la ciudad, después de varios intentos de vivir tranquilos.
Mis hermanos y yo nos fuimos para el Vichada, donde conocí lo que era una zona con presencia guerrillera, siendo la insurgencia la que controlaba el orden en La Victoria, también llamado Puerto Príncipe. Para ese momento ya contaba con 15 años, la vida en ese lugar era muy diferente a lo que conocía de la ciudad; que era el desplazamiento y el hambre.
Un año después de haber llegado a aquel lugar llega una mujer de aproximadamente 19 años; ella se vuelve amiga de todos los habitantes de la población, haciéndose conocer por realizar tatuajes. Luego de realizarles tatuajes a varios muchachos de la población las cosas en el lugar comienzan a complicarse.
En el año de 1995, “Fosforito”, un amigo que llamábamos así de cariño, que tenía como 19 años, tuvo que dirigirse a Villavicencio. Para esa época el paramilitarismo ya tenía controladas muchas zonas, a lo largo de muchas vías establecían retenes, controlando así la movilidad con ayuda del Ejército, que en muchas ocasiones no se encontraba muy lejos de las zonas donde se ubicaban los paracos. En el trayecto hacia la capital del Meta, hacia donde se dirigía “Fosforito”, se encontraba un retén, allí lo bajaron, lo revisaron, encontrando el tatuaje que le habían hecho. A él lo desaparecieron.
Tiempo después sucedió lo mismo con otro muchacho que había sido tatuado por aquella mujer. Nuevamente en un retén paramilitar sobre la misma vía hacia Villavicencio, pararon una flota donde se dirigía “Hernán”, de 24 años, asesinándolo en ese mismo lugar, frente de todas las personas del bus. Primero le pegaron un tiro en una pierna, abandonándolo mientras revisaban a los demás; luego le hicieron otro tiro en el estómago. Las personas presentes preguntaban por qué lo hacían, a cual contestaron que lo hacían por ser colaborador de la guerrilla y que eso era lo que le iba a suceder a todo aquel que se interpusiera o que fuera simpatizantes de la insurgencia.
La presencia de la guerrilla en Puerto Príncipe era clara, por lo que reuniendo a la población, el Frente 16 de las FARC-EP, al mando del comandante Acacio Medina, nos advirtió sobre la campaña iniciada por los paramilitares en contra de la población y de todos aquellos militantes y simpatizantes, por la cercanía que ellos, la guerrilla, tenían al pueblo; nos previnieron frente al cuidado que debíamos tener por el accionar violento y asesino de los paramilitares.
Quince días después se volvió a repetir la historia con “Caliche”, de 18 años; él tenía que ir a Villavicencio a ver a su madre, quien se encontraba enferma. En el retén de los paramilitares pararon el bus, bajándolo y dirigiéndose con él por la misma vía hacia la dirección por donde tenía que seguir el bus. Por aproximadamente dos horas retuvieron la flota. Aun sin saber qué había pasado con el muchacho, antes de dar paso al bus, los paramilitares se presentaronn como una organización anticomunista y advirtiendo que debían llevar el mensaje a los pueblos para que supieran qué está pasando. Metros más adelante lo encontraron a Caliche en la carretera, por partes, lo habían descuartizado. Tres kilómetros más adelante se encontraba un retén del Ejército Nacional, en el cual no se hizo ningún tipo de denuncia por saber de sus nexos con los paramilitares, para evitar más muertos.
Los paramilitares presentes en la zona eran los llamados “Masetos”, al mando de un hombre sanguinario llamado cínicamente “Cuchillo”. Ellos, claramente, tenían vínculos con el Ejército en Villavicencio.
Pasados esos trágicos eventos, la guerrilla, con la vocería de Oliverio Rincón, reunió a todos aquellos cercanos a la organización guerrillera, a los militantes de izquierda de la región y simpatizantes. Nos dijeron que iniciaban una investigación, y que mientras tanto lo mejor era que no saliéramos de la zona, por nuestra seguridad.
La mujer que había llegado meses atrás a la región, aquella que realizaba tatuajes, sostenía una relación sentimental con un amigo nuestro, al que apodábamos “Napo”. Él nos advirtió de comportamientos extraños por parte de ella. Un día preparamos un paseo de olla al rio, quedándose “Napo” en el pueblo para revisar las pertenencias de la muchacha, llamada Alejandra; para sorpresa de “Napo”, encuentra una lista con 22 nombres, entre los cuales se encontraba él, los tres muchachos que habían asesinado y también mi persona; nos debía tatuar. Algunos eran tan solo amigos de integrantes del movimiento guerrillero, no hacíamos parte de ninguna estructura. Comentamos lo sucedido a la guerrilla, por lo que el comandante de la zona nos explica sobre el trabajo activo que Alejandra tenía con los paramilitares, pidiéndonos no salir del caserío. Esa mujer al percatarse que había sido descubierta, huyó del caserío, siendo vista 8 días después en los retenes paramilitares.
Por la difícil situación y persecución que los paramilitares sostenían a todos los jóvenes que aun quedábamos vivos de esa lista, muchos de ellos ingresaron a la guerrilla, encontrando allí protección.
Tiempo después, “Napo”, obligado por ciertas circunstancias personales, se dirigió a Villavicencio. El bus donde se transportaba fue detenido por los paramilitares en un retén. Allí bajaron a 12 personas, ubicándolas en un planchón que se encontraba sobre el rio Vichada, cerca de la carretera. La masacre inició con el asesinato a sangre fría de una de las mujeres, la cual tenía 8 meses de embarazo; a ella se le asesinó inclinándole una motosierra en su vientre. De las 12 personas que asesinaron ese día en el planchón, 5 eran menores de edad, 4 mujeres; a todos se les descuartizó, ubicando en fila sus cabezas. “Napo” también fue asesinado.
Yo ingresé a la guerrilla ante ese triste panorama. Tiempo después me enteré que una prima era también integrante de las FARC-EP, del frente 43, se llamaba “Andrea”. Después de sufrir una lesión de guerra, la cual le impido continuar en filas, reincorporándose a la vida civil, en el año 2011, una madrugada, fue asesinada con 60 tiros en la ciudad de Villavicencio.
Montañas de Colombia, 26 de agosto de 2014.
Publicar un comentario