Alfredo Molano Bravo.
Décima entrega.
El escritor y sociólogo que mejor conoce el conflicto colombiano reconstruye el surgimiento de las Farc hace 50 años. De vuelta a Marquetalia.
Por: Alfredo Molano Bravo / Especial para El Espectador
La carretera es una brecha hecha en la montaña. El cañón del río Atá es muy estrecho y el lomerío muy parado. Los vecinos se saludan y se conversan de lado y lado del río, como si estuvieran en una sala. Cuando aclara, las lomas van saliendo de la oscuridad y se ven los cultivos de café como manchas de verde oscuro extendido en la montaña. Había movimiento de personal porque a mitad de año sale la cosecha grande y los recolectores “cogen corte” temprano. Lo que no es verde oscuro es fríjol y se cultiva enredando los bejucos con hilos de plástico a un “tendido de varas”. Lo demás es rastrojo o, como llaman allá, “cañero”. Es una tierra abierta dividida por el río, las quebradas y la trocha.
El motor del jeep se queja mientras los ocupantes maman gallo entre ellos. Como no me conocían, el chofer, muy solidario conmigo, me hizo preguntas para que la gente se enterara de quién era yo. Ante un desconocido se guarda silencio. El miedo a los sapos está vivo. Al borde del barranco se construye la mayoría de casas, todas en material y con una vista estupenda sobre el cañón. José Luis Díaz, el presidente de la junta, me iba nombrando los sitios por donde pasamos: el crucero para El Limón, que lleva a La Hacienda, nombrada por Marulanda y por Jacobo Arenas en sus diarios de guerra. Reconozco también el nombre de La Floresta, cerca del río, y el de La Suiza, donde en el 64 se dieron los primeros combates con el Ejército.
Según esos diarios, cuatro fusileros detuvieron allí la tropa. Más arriba pasamos sobre un puente de madera construido sobre una quebrada en plena curva, que para las bestias es ancho pero para un jeep, extremadamente estrecho. Desde mi puesto alcancé a ver la rueda trasera casi en el aire. El chofer se rió de mi miedo. Después cruzamos por San Miguel, un caserío que fue el lugar donde se reunieron varios comandos guerrilleros con población civil a la cola, ante una acometida de chulavitas en el año 51: Ciro Trujillo, Guaracas, Charro Negro, Joselo, Marulanda.
Desde ese punto iniciaron una marcha hasta el río Cambrín, donde quedaba el comando de don Gerardo Loaiza, el principal comandante liberal en armas. Varias semanas de camino cargando niños, gallinas y perros. A un par de kilómetros pasamos por Peña Rica, donde comenzó el derribe de la montaña en la “medio paz” que Rojas Pinilla dio en el 53 a las guerrillas. Ahí hicieron finca dos comandantes célebres: Isaías Pardo, que sembró café, e Isauro Yosa, que metió unas pocas vacas de leche.
En general, la zona está muy bien trabajada. Se conservan los tajos de bosque a orillas de las quebradas y en la montaña, en los filos altos de la cordillera ordinariamente cubiertos de niebla. Cuatro horas de zangoloteo y por fin se llega a La Arabia, una finca cafetera en regla: casa amplia de madera fina con balcón mirando hacia los cultivos y al río, surcos atravesados de cafetos —como enseñaba el profesor Yarumo para evitar la erosión—, agua limpia y corriente para la alberca donde se fermenta el grano, tolva de madera, secaderos en cemento, costales de fique.
El dueño, un quindiano que trabaja con su gente de sol a sol, nos invitó a desayunar: calentado con huevo, arepa, chocolate. Los caballos, verdaderos táparos, nos esperaban cambiando las manos de posición y espantando moscas con la cola. Me correspondió un mocho bayo bastante despierto en el que duraría otras cuatro horas. Al salir, José Luis me señaló un poblado de 40 casas —todas en material— alrededor de una cancha de fútbol. Es el cabildo de La Bella, sede del resguardo Nasa We’sh, de indígenas nasa, que llegaron hace 100 años desde Tierradentro, subiendo por el río Símbula, hasta el hielo del Nevado del Huila para caer a la cabecera del río Guayabo, páramo al que bautizaron Los Deseos. “Durante la guerra —me contaría al regreso a Gaitania el cabildo-gobernador—, después de haber abierto finca, nos pusimos a guerrear y se enmontaron los abiertos”.
Pero poco a poco, con la prudencia que los caracteriza, se independizaron de las guerrillas hasta que hace 18 años firmaron con las Farc un acuerdo que justamente hoy, cuando escribo, se conmemorará con una fiesta en La Bella. Quizá la revista Semana informó en su momento la firma del pacto, pero yo siempre creí que el documento firmado no existía. Y existe. Se titula “Fin de la violencia en el resguardo indígena Páez de Gaitania Planadas, Tolima”, y fue firmado el 26 de julio de 1997 por Virgilio López Velazco, gobernador del resguardo, y por Jerónimo Galeano, comandante del Frente Joselo Losada de las Farc-Ep, ante dos testigos de excepción: monseñor Serna y el jefe de la delegación de la Cruz Roja internacional, señor Vann. El fundamento fue, según el cabildo-gobernador, que “el Ejército, como es del Estado, quería permanecer en nuestro territorio, entonces teníamos problemas con la guerrilla, y si la guerrilla hacía el campamento en este territorio, teníamos problemas con el Ejército”.
Invocando el derecho que les otorga la Constitución Nacional “a aplicar su propia justicia y a la viabilidad de poner fin a la violencia dentro del resguardo”, los indígenas propusieron y las Farc aceptaron prohibir: las amenazas; el porte de armas; la colaboración de campesinos e indígenas con la guerrilla, la Policía, las cooperativas de seguridad; la permanencia de todo grupo armado dentro del territorio; el hurto y los impuestos o tributos. El acuerdo, según la población de la región, ha sido rigurosamente observado por las partes. Los indígenas esperaban que el Gobierno también lo suscribiera, pero, según palabras del cabildo-gobernador, “el ministro de Defensa les hizo saber que la fuerza pública podía estar donde quisiera. Por eso hace dos años el Ejército hirió de bala a un par de indígenas y siempre ha acampado donde se le da la gana”.
El resguardo tiene una extensión de 4.900 hectáreas, donde viven 280 familias, algo así como 1.500 miembros. Cultivan café, fríjol, pero sobre todo el maíz y cultivos de pancoger. El cabildo-gobernador opina que han ganado la paz sin gastar plata, pero que ahora la cuestión es de comida y para poder comer hay que ampliar el resguardo, porque la comunidad crece. “Resguardo —nos aclara— es un lugar de donde uno ya no se puede salir más, ya no puede seguir rodando. Pero después hablamos de territorio, porque el indígena no tiene límites. Cuando hablamos de resguardo es el terreno que nos adjudica el Incora, pero cuando hablamos de territorio ya nos extendemos un poco más”.
Al salir de La Arabia subimos lentamente una cuesta pendiente, pero por un camino sólido. Los cultivos de fríjol reemplazan poco a poco los de café. El Atá se oye correr en el fondo de un abismo que puede ser de 300 metros. La respiración de los caballos marca el tiempo y uno se va identificando con su ritmo. Entonces se teme que el animal se tropiece, que no pueda subir uno de los altos escalones, que se despeñe. Cuando coronamos la loma, comenzamos a descender: la montura se corre hacia adelante y las orejas de la cabalgadura quedan al alcance de la mano. La baticola muestra su gran utilidad.
A partir de este punto los cañeros —chilca, paja, caña brava dulce— y unos pocos árboles —cucharos, amarillos, yarumos— reemplazan todo cultivo, aun los pastos naturales. La pendiente es tal, que se hace difícil que, salvo los animales de monte, una res o un caballo puedan vivir ahí. En la cresta del lomerío crecen palmas de cera o cocoras o del Quindío —soberbias, altivas, solitarias—. El terreno parece claveteado con ellas. Son un bosque maravilloso que produce cierta nostalgia cuando lo cubre una niebla andariega.
El descenso es corto. Volvimos a subir. La montura se va para atrás y la cruz del caballo queda a la vista. El camino se convierte en un barrial y los surales se hacen más frecuentes. En algunos, el barro llega al estribo y la bestia hace esfuerzos “sobrehumanos” para sacar las manos primero y luego, dando un saltico, las patas. Es un trecho tan solitario como lo describió Jacobo Arenas hace medio siglo: “Durante horas enteras de camino no puede encontrarse una vivienda humana… En varios kilómetros a la redonda, el caminante es un ser humano único y absolutamente solo”.
El paisaje no cambia. Una lluviecita menuda y helada penetra todo encauchado, se mete por el cuello, por las mangas. El río Atá casi no se oye en el filo, desde donde volvimos a descender por un trecho muy peligroso porque las bestias, para no meter las patas en el barro, andan por un filo delgado como si fueran equilibristas, No pocas veces se detiene la respiración mirando hacia el precipicio. Nos descolgamos oyendo de nuevo, cada vez más claro, el sonido del río, hasta llegar a una veguita que es un hundidero.
Frente a nosotros el puente sobre el río Guayabo; más abajo, el Yarumales, que trae ya las aguas del Támaro. El punto se llama Las Juntas y de ahí en adelante las aguas, que parecen de bronce líquido, forman el Atá. Se despeñan entre rocas enormes. Roncan. Una pesadilla. Al ir a pasar el puente de madera con techo de zinc, José Luis me advirtió: hay un hueco en una tabla, y echó adelante. Sin saber cómo, su yegua se volteó al sentir el hueco, saltó y tumbó a mi compañero. En realidad José Luis se deslizó por el anca.
En este sitio comienza, propiamente dicho, Marquetalia, encerrada por ríos y soledades. Una cuesta más, muy pendiente, y llegamos a la finca de José Luis: tres hectáreas de fríjol, dos ranchos de paja forrados con plástico por dentro. Uno es el fogón. El otro, la alcoba donde duermen él, su mujer y sus tres hijos en dos camastros pegados uno contra el otro. Su señora nos había preparado gallina con una generosidad que es desconocida en el otro país. Una pausa y volvimos a bajar al sitio donde habíamos dejado las bestias para ir a la escuela, donde nos esperaba el resto de la junta de vecinos.
Media hora y entramos, por fin, a “un pequeño altiplano”, como lo definió Jacobo Arenas, en medio de lomas que pueden tener 300 metros de altura. Es una hondonada de un par de kilómetros de largo por uno de ancho, cubierta de pastos naturales y encerrada por bosques. Viven 20 familias dedicadas a la producción de queso que llevan cada dos semanas a vender a Gaitania. También cosechan fríjol, no en gran cantidad, y, por la altura, de bajo rendimiento. En el año 90 llegó la amapola y vino mucha gente a cultivarla. Tumbaron montes con la venia de la guerrilla a pesar de que tenían prohibida la tala. La guerrilla cobró impuestos tanto a cultivadores como a comerciantes. Fueron los únicos años en que los colonos de Marquetalia pudieron gozar de algún bienestar. En el año 98 entró el Ejército y acabó con el cultivo.
El vallecito fue la sede principal del comando del Bloque Sur del Tolima, creado por Marulanda después del asesinato de Charro y el objetivo central de la Operación Marquetalia, que Jacobo Arenas describió: “El sábado 14 de junio de 1964 a las 8:05 de la mañana fue bombardeado con proyectiles cohetes y acompañado de fuego aéreo de ametralladoras… Diez minutos después, seis helicópteros dieron comienzo al desembarco de tropas… En 55 minutos, 800 hombres ocuparon el altiplano”. Cuatro días después el lugar fue bautizado por los militares Villa Susana, en honor a la primera dama, fallecida por aquellos días. Allí el coronel Currea Cubides organizó una gran parada militar con asistencia de dos ministros para hacer entrega al país la soberanía perdida. El capitán sacerdote Manuel López ofició una misa campal.
Publicar un comentario