Por: Alfredo Molano Bravo, El Espectador.
El pasado 5 de junio, día mundial del Medio Ambiente, tuvo lugar en Ibagué una nueva marcha-carnaval —pacífica, alegre y masiva— contra los proyectos de explotación minera adelantados por la Anglo Gold Ashanti en el departamento.
El
próximo 2 de julio el Gobierno recibirá una nueva avalancha de
solicitudes de adjudicación que hacen temer todas las desgracias juntas
porque la Agencia Nacional Minera (ANM) recibirá más de 20.000
solicitudes represadas. El gobierno de Uribe adjudicó 44 títulos en
humedales Ramsar, 416 en páramos y 71 en reservas forestales
protectoras. Santos, al declarar la minería locomotora del desarrollo,
podría copiarlo con nadadito de perro. O algo peor, porque teniendo a la
vista la reelección el Gobierno necesita plata para sostener la guerra,
hacer carreteras, escuelas, hospitales. Lo triste —y cierto— es que la
minería no da lo que dicen que da. Colombia es uno de los paraísos para
las inversiones en minería por el alto grado de corrupción
administrativa, la flexibilidad de normas ambientales y los risibles
cánones tributarios. El negocio se resume así: en 2010 el sector minero
debió pagar $15,3 billones en impuestos; sin embargo, pagó sólo $5,6
billones porque los $9,7 billones restantes se evaporaron en exenciones
tributarias, evasiones fiscales y trampas de todo tipo. Por cada $100
que la minería tributa, el Estado pierde $200. ¡Qué eminentes
economistas tiene a su servicio el doctor Renjifo!
La
nueva movilización en Ibagué ha vuelto a poner el dedo en la llaga. La
Anglo Gold Ashanti tiene títulos adjudicados en Cajamarca sobre 30.500
hectáreas —el 60% del municipio—, de donde espera sacar unos 24 millones
de onzas de oro, para lo cual tendrá que mover cada día 100.000
toneladas de rocas de desecho, usar 8 toneladas de cianuro, malgastar 70
millones de litros de agua para lavar el metal. Los efectos no sólo son
ambientales —rompimiento de acuíferos y cambio de corrientes
subterráneas, envenenamiento de aguas potables, inutilización de suelos
en los botaderos de las rocas molidas—, sino sociales: a partir del
asesinato de cinco campesinos en el cañón de Anaime, en noviembre de
2003, se ha desplazado, por miedo a las autoridades militares, el 38% de
la población del municipio. Al mismo tiempo, las inversiones de la
Anglo han creado una corriente de otras inversiones: prostíbulos,
casinos, discotecas, bares, hoteluchos y similares. Las tasas de
homicidios y desapariciones forzadas son más altas en municipios mineros
que en el promedio nacional; igual pasa con los índices de NBI.
La
minería de gran escala, la tal locomotora, es pieza maestra de los
planes de desarrollo del gobierno de Santos. La razón es simple: las
exportaciones de carbón, oro, petróleo y níquel, cobalto y tungsteno
deben reemplazar la deprimida producción de café, maíz, arroz, cacao,
papa, carne, leche, textiles, calzado, autopartes, llantas y todo lo que
los TLC han arruinado en la industria y la agricultura. La minería, que
es un robo —a secas— de tributos y de riquezas, es la reina de nuestro
sistema económico y la generadora de una enorme ola de protestas que
crecerá día a día. La solución del Gobierno será, como suele ser,
aumentar el pie de fuerza de los batallones energéticos —hoy de 30.000
hombres— y los contingentes de los criminales escuadrones antimotines.
Este choque en la población afectada y la alianza de intereses entre
grandes compañías y gobiernos de turno lleva a poner sobre la mesa de
negociaciones de La Habana el tema minero y, por tanto, necesariamente, a
replantear el veto que ha impuesto el Gobierno a discutir el modelo
económico impuesto por los tratados de libre comercio. A propósito: ¿qué
exportaremos a Israel —fuera de uchuvas y granadillas— a cambio de
aviones no tripulados, cañones y ametralladoras?
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