Por William Ospina. Leído por Piedad Córdoba ayer en la Plaza de Bolívar.
Hace 65 años se alza desde esta tribuna un clamor por la paz de Colombia.
65 años es el tiempo de una vida humana. Eso quiere decir que
toda la vida hemos esperado la paz. Y la paz no ha llegado, y no
conocemos su rostro.
Es un pueblo muy paciente un pueblo que espera 65, 70, 100 años
por la paz. Cien años de soledad. Un pueblo que trabaja, que confía en
Dios, que sueña con un futuro digno y feliz, porque, a pesar de lo que
digan los sondeos frívolos, no vive un presente digno y no vive un
presente feliz.
Aquí no nos dan realidades, aquí se especializaron en darnos
cifras. El pueblo tiene hambre pero las cifras dicen que hay abundancia,
el pueblo padece más violencia pero las cifras dicen que todo mejora.
El pueblo es desdichado pero las cifras dicen que es feliz.
Ahora comprendemos que un pueblo no puede sentarse a esperar a
que llegue la paz, que es necesario sembrar paz para que la paz
florezca, que la paz es mucho más que una palabra.
El verdadero nombre de la paz es la dignidad de los ciudadanos,
la confianza entre los ciudadanos, el afecto entre los ciudadanos. Y
donde hay tanta desigualdad, y tanta discriminación, y tanto desprecio
por el pueblo, no puede haber paz. Allí donde no hay empleo
difícilmente puede haber paz. Allí donde no hay educación verdadera,
respetuosa y generosa, qué difícil que haya paz. Allí donde la salud es
un negocio, ¿cómo puede haber paz? Donde se talan sin conciencia los
bosques, no puede haber paz, porque los árboles, que todo lo dan y casi
nada piden, que nos dan el agua y el aire, son los seres más pacíficos
que existen.
Donde los indígenas son acallados, donde son borradas sus
culturas, donde es negada su memoria y su grandeza, ¿cómo puede haber
paz? Donde los nietos de los esclavos todavía llevan cadenas invisibles,
todavía no son vistos como parte sagrada de la nación, ¿a qué podemos
llamar paz?
La paz parece una palabra pero en realidad es un mundo. Un mundo de respeto, de generosidad, de oportunidades para todos.
Y hay que saber que lo que rompe primero la paz es el egoísmo.
El egoísmo que se apodera de la tierra de todos para beneficio
de unos cuantos, que se apodera de la ley de todos para hacer la riqueza
de unos cuantos, que se apodera del futuro de todos para hacer la
felicidad de unos cuantos. De ahí nacen las rebeliones violentas, y de
ahí nacen los delitos y los crímenes.
Hemos ido aprendiendo a saber qué es la paz… haciendo la suma de lo que nos falta.
La paz es agua potable en todos los pueblos y agua pura en
todos los manantiales. No hay paz con los ríos envenenados, con los
bosques talados y con los niños enfermos por el agua que beben.
La paz es trabajo digno para tantos brazos que quieren trabajar
y a los que sólo se les ofrecen los salarios de sangre de la violencia y
del crimen.
La paz son pueblos bellos y ciudades armoniosas, que se
parezcan a esta naturaleza. Porque las montañas, los ríos, las llanuras,
las selvas y los mares de Colombia son la maravilla del mundo, y no
hemos aprendido a habitarlas con respeto, a aprovecharlas con prudencia,
a compartirlas con generosidad.
Porque la idea de generosidad que tienen muchos grandes dueños
de la tierra tiene un solo nombre: alambre de púas. Esa idea medieval de
tener mucha tierra, mientras las muchedumbres se hacinan en barriadas
de miseria.
Pero es que la paz verdadera exige no sólo un pueblo respetado y
grande y digno sino una dirigencia verdadera. Y no es una gran
dirigencia la que se esfuerza veinte años por que le aprueben un Tratado
de Libre Comercio, y cuando le aprueban el Tratado la sorprenden con un
país sin carreteras y sin puertos, con una agricultura empobrecida, con
una industria en crisis, confiando sólo en vender la tierra desnuda con
sus metales y sus minerales para que la exploten a su antojo las
grandes multinacionales. Ahí no sólo falta generosidad sino
inteligencia, ahí faltan grandeza y orgullo.
En cualquier país del mundo un tratado de libre comercio se
negocia poniendo como primera prioridad qué necesitan y qué consumen los
propios nacionales. ¿Por qué tiene que ser la prioridad poner oro en
las mesas de otros antes que poner alimentos en nuestras propias mesas?
Hoy el mundo se ha lanzado a un obsceno carnaval del consumo.
Pero esos países que divinizan el consumo, como los Estados Unidos y
Europa, por lo menos han tenido la prudencia de garantizarles primero a
sus pueblos agua limpia, vivienda digna, educación seria y gratuita,
salud para todos, trabajo y salarios decentes, una economía que se
esfuerza por ofrecer empleo de calidad, que no llama trabajo como aquí
al rebusque desesperado, ni a la mendicidad, ni al tráfico violento de
todas las cosas.
Si por lo menos cumpliéramos con brindar a los ciudadanos las
prioridades básicas de una vida digna, no sería tan absurdo que nos
predicaran ese evangelio loco del consumo, pero aún así tenemos que
pensar con responsabilidad en el planeta, para el que ese consumo
indiscriminado es una amenaza. Tenemos climas frágiles porque tenemos
ecosistemas ricos y preciosos, que producen agua y oxígeno para el mundo
entero.
Colombia es un país de tierras bellísimas y de climas
benévolos, esto no es Europa ni los Estados Unidos, donde el clima exige
millones de cosas, aquí podemos vivir una vida sencilla en un paisaje
maravilloso, aquí no habría que refugiarse en ciudades malsanas y
estridentes, el país es de verdad La Casa Grande. ¿Qué nos impide esa
felicidad? La desigualdad y la violencia. La codicia que pasa por encima
de todo.
La naturaleza no es una mera bodega de recursos sino un templo
de la vida. Pero una lectura equivocada del país y una manera mezquina
de administrarlo han convertido este templo de la vida en una casa de la
muerte.
Hace 65 años Gaitán clamaba aquí por la paz. Sus enemigos no
sólo lo mataron sino que llevaron al país a una guerra, a una violencia
que acabó con 300.000 personas. El país entero entró en una orgía de
sangre. Y perdimos el sentido de humanidad, y casi nos acostumbramos al
horror, y dejamos de estremecernos con la muerte. El tabú de matar se
perdió, Colombia se volvió tolerante con el crimen, y en el último medio
siglo es posible que por falta de paz y de solidaridad haya muerto en
Colombia otro medio millón de personas.
Y cada día que tardan en firmar un acuerdo el gobierno y las
guerrillas, más muertos de todos los bandos, más víctimas, se suman a
esa lista. Porque no es sólo el conflicto en los campos: bajo la sombra
de ese conflicto prosperan las guerras de supervivencia en las ciudades,
la violencia de las mafias, el delito, el crimen, la violencia
intrafamiliar, el desamparo, la ignorancia.
Pero es que lo único que detiene a la mano homicida es sentir
que lo que le hace a su víctima se lo está haciendo a sí mismo. Lo único
que detiene esa mano es la compasión, y para que haya compasión hay que
sentir al otro como a un hermano, como a un milagro de la vida,
efímero, precioso, irrepetible. Si no sentimos eso no sentimos nada. Sin
ese respeto profundo por los otros nadie siente verdadero amor por sí
mismo.
Pero para que haya ese afecto profundo por los conciudadanos
hay que haber sido educados en la generosidad, bajo unas instituciones
generosas, hay que haber sido querido. Al que no es valorado en su
infancia, respetado, apreciado, ¿cómo pedirle que quiera, que respete,
que valore a los otros?
Por eso es tan ciega una sociedad que no da nada y en cambio
pide todo. Que da adversidad, obstáculos, discriminación, pero pide a
los ciudadanos que se comporten como si hubieran sido educados por
Sócrates o por Francisco de Asís. El estado se volvió irresponsable, los
ciudadanos le perdieron el respeto al estado, y el estado les perdió el
respeto a los ciudadanos. En ningún país se exigen tantos trámites para
cualquier cosa. Y el que está en desventaja es el que no tiene recursos
para sobornar, para abreviar los trámites, para correr con éxito de
oficina en oficina. Con mucha frecuencia el estado no facilita la vida
sino que es un estorbo para las cosas más elementales.
Las cárceles están llenas de seres que no recibieron nada, que
fueron educados en la dureza y en la precariedad, y a los que la
sociedad les exige lo que nunca les dio. Porque aquí sólo les exigimos
respeto a los que nunca fueron respetados.
Es necesario gritar que nuestro pueblo no es un pueblo malo
sino un pueblo maltratado. Y todavía a ese pueblo maltratado y admirable
vamos a pedirle, aunque no tenemos derecho a hacerlo, vamos a pedirle
que nos dé un ejemplo de su espíritu superior; vamos a pedirle que, a
cambio de un acuerdo esperanzador entre los guerreros, sea capaz de
perdonar.
No hay ceremonia más difícil y más necesaria que la ceremonia
del perdón. Pero es el pueblo el que tiene que perdonar: no la
dirigencia mezquina ni la guerrilla violenta que tomó las armas contra
ella. Y sin embargo todos tendremos que participar, humilde y
fraternalmente, en la ceremonia del perdón, si con ello abrimos las
puertas a un país distinto, más generoso, que deponga las armas
fratricidas, que abandone los odios y que construya un futuro digno para
todos, pero sobre todo un futuro de dignidad para los que siempre
fueron postergados.
Desde hace 65 años pedimos la paz, suplicamos la paz, esperamos
la paz. Hoy ya no podemos pedirla ni suplicarla ni esperarla. Si se
logra un acuerdo entre el gobierno y las guerrillas, tenemos que
construir la paz entre todos, la paz con una ley justa, la paz con una
democracia sin trampas, la paz con un afecto real en los corazones, la
paz con verdadera generosidad. Y la única condición para que esa paz se
construya es que no maten la protesta, que no aniquilen la rebeldía
pacífica, que dejen florecer las ideas, que permitan a este país grande y
paciente ser dueño de sí mismo y de su futuro.
Esa paz que construiremos será un bálsamo sobre esos miles de
muertos que se fueron del mundo sin amor, a veces sin dolientes, a veces
sin un nombre siquiera sobre su tumba.
Entonces sabremos que la paz no es sólo una palabra, que la paz
es convivencia respetuosa, prosperidad general, justicia verdadera,
campos cultivados, empresas provechosas, bosques y selvas protegidos,
ríos que tenemos que limpiar y manantiales a los que tenemos que
devolver su pureza.
Y que otra vez haya venados en la Sabana y bagres sanos en el
río, que salvemos la mayor variedad de aves del mundo, que vuelen las
mariposas de Mauricio Babilonia, y que los caballos de Aurelio Arturo
vuelvan a estremecer la tierra con su casco de bronce, y que haya
hombres y mujeres pescando de noche en la piragua de Guillermo Cubillos,
y que el viajero que encontremos por los campos a la luz de la luna no
nos produzca terror sino alegría.
Que haya cantos indios por las sabanas de Colombia, y arrullos
negros en los litorales, y que las armas se fundan o se oxiden, y que
haya carreteras y puertos, y barcos y trenes que nos lleven a México y a
Buenos Aires, y que nuestros jóvenes tengan amigos en todo el
continente, y que sólo una industria se haga innecesaria y necesite
ayuda para cambiar su producción: la industria de las chapas y los
cerrojos y los candados y las rejas de seguridad, porque habremos
logrado que cada quien tenga lo necesario y pueda confiar en los otros.
Porque la paz se funda en la confianza y en la sencillez, y en
cambio la discordia necesita mil rejas y mil trampas y mil códigos.
Aquí, por todas partes, están los brazos que van a construir ese país
nuevo, los pies que van a recorrerlo, los cerebros que van a pensarlo, y
los labios del pueblo que lo van a cantar sin descanso.
Que hasta los que hoy son enemigos de la paz se alegren cuando vean su rostro.
Que llegue la hora de la paz, y que todos sepamos merecerla.
Segunda Oración por la Paz
Written By Unknown on miércoles, abril 10, 2013 | miércoles, abril 10, 2013
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