La reunión de la ONU, ese gran colectivo que vio nacer la Convención Única de 1961 sobre estupefacientes, era un buen escenario para un último discurso inconforme. El presidente Santos lo entendió así, pero se limitó a responderle a Trump y su vieja política de las decertificaciones con el igualmente enmohecido libreto de la reciprocidad entre consumo y demanda. Otro presidente, entonces, que esperará a ser expresidente para ejercer su liderazgo.
Estudios recientes como los de la historiadora Suzanna Reiss sugieren que el control de las drogas jugó un rol considerable en el poderío militar y económico que ejerce Estados Unidos desde que terminó la Segunda Guerra Mundial y un nuevo ordenamiento global entró en funcionamiento. Más que una guerra contra las drogas, sostiene la inspiradora Reiss, lo que ha habido es una guerra hecha con las drogas.
Su trabajo de archivo es generoso y las implicaciones del relato histórico propuesto deberían ser consideradas. Lo primero es que Nixon y su discurso sobre las drogas como enemigo público número uno ya no son necesariamente el inicio de la historia, como todavía nos la seguimos contando. Más relevancia adquieren las olvidadas épocas de los 40, 50 y 60, en donde Estados Unidos aprovechó la guerra y las drogas para hacer crecer su imperio.
Los 70 de Nixon no son acá, en este recomendable relato, el origen de una guerra, sino el final de un proceso. Para cuando lanzaron la guerra contra las drogas ya estaba organizado su control. La Convención del 61 les otorgó dimensión planetaria a los intereses gringos. No hay drogas ilegales, nos dice la autora. Hay procesos para convertirlas en tales.
Y si no son consideradas ilegales pueden ser promovidas, domesticadas y comercializadas. Como lo hizo Coca-Cola y lo defendieron las farmacéuticas estadounidenses que rápidamente viajaron a Perú y a Bolivia para asegurarse de sacar del negocio a Alemania y a Japón, que también experimentaban con la coca.
Publicar un comentario