Siendo Petro representante a la Cámara, lo conocí para escribir un reportaje.
Había
comenzado a dar los debates contra el paramilitarismo y la corrupción,
que son con mucho las fuerzas más intransigentes opuestas a toda
modificación del status quo. Lo defienden porque viven de él. No es una
posición ideológica sino una defensa grosera de su bolsa. Petro decidió
comenzar por ahí, pero tenía en su mira otra fuente de la corrupción: la
privatización de los servicios públicos. El llamado Consenso de
Washington dio luz verde para que los intereses privados cayeran todos a
una sobre el capital social representado en el Estado. Se impuso la
tesis de que la privatización de servicios públicos era el antídoto
contra la corrupción. Pasado un tiempo, se vio que el modelo era
perverso. La idea de que la competencia impedía la corrupción no sólo
resultó falaz sino que representó una solución contraproducente. Los
intereses privados se ponen de acuerdo para hacer manguala, crear
monopolios, ganar licitaciones y organizar pandillas de litigantes que
enredan de tal forma los contratos, que el Estado queda en sus manos. El
caso Nule es la evidencia de un iceberg que anda navegando. Los
empresarios requieren de los políticos para esquilmar al Estado;
necesitan que el poder les haga la segunda y, para eso, compran
funcionarios. Los políticos son los que en última instancia manejan el
aparato y deciden qué hacer con el billete.
La
realidad que todos sabemos es que Petro intentó devolver al Estado las
funciones que le corresponden. La idea no era sólo castigar a los
corruptos, sino acabar con la estructura que los cría. Para ello,
sabiendo que existía una oposición institucional, el papel gestor del
Estado se podía desarrollar sin caer en la inmoralidad. No se pudo
porque la oposición se alió con las empresas para rescatar su parte,
sus canonjías acostumbradas. No es otro el caso de las basuras en
Bogotá. Un meganegocio monopolizado por una alianza empresarial que armó
una estrategia para impedir que el servicio regresara a manos del
gobierno distrital. El contrato valía la pena: $2,4 billones. Petro
podía quitarles el negocio, pero los camiones compactadores, la
información y la nómina eran propiedad del cartel de la basura.
El pulso
estuvo ahí. Los empresarios lo ganaron, sabían que “no existía en
Bogotá una capacidad de camiones con estas características para atender
la necesidad de ese servicio”. La improvisación consistió en no tener
listo el equipo para recoger la basura, y no era fácil porque era
imposible hacer la prórroga del contrato de manera unilateral. Petro
quedó entre la espada y la pared y las basuras en la calle. En vez de
buscar el cadáver aguas abajo, el procurador decidió buscarlo aguas
arriba. La trinca entre contratistas y políticos encontró en Ordóñez el
instrumento para castigar la osadía de quitarle al cartel los 2,7
billones del negocio. Y de paso tratar de mostrar que la izquierda es
incompetente. Lo grave del procurador no es que rece el rosario en
latín; lo peligroso es que haya usado su firma para anular la voluntad
de 750.000 ciudadanos. Podía hacerlo y lo ha hecho: ha destituido 800
alcaldes.
Ordóñez es un cruzado que está dispuesto, ahuchado por Uribe y
por la extrema derecha, a impedir las negociaciones de La Habana. ¿No
se ve esta intención en la presión que hizo ante a la Corte Penal
Internacional? El tiro fue contra Petro, pero el tatucazo fue contra la
mesa de negociación. En eso coinciden el nuevo embajador de EE.UU. en
Colombia y las Farc. Hay que abonarle a Ordóñez que hayan coincidido en
algo y que además, sea nuestro Torquemada la única persona que ha
logrado unificar a la izquierda. El caso de Petro pone sobre el tapete
de discusión una nueva reforma que module el poder del procurador, como
sostuvo el ministro de Justicia, y al mismo tiempo, como han propuesto
la Farc, le quite al Congreso la facultad para elegir los órganos de
control, que deben ser elegidos popularmente. Hasta aquí estoy de
acuerdo con Petro.
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