Por: Alfredo Molano Bravo
HACE 25 AÑOS LLEGUÉ POR PRIMERA vez a La Macarena, un pueblito con pista y río. Viajé desde San José del Guaviare en una canoa con motor de 30 caballos. Un día entero navegando río arriba.
La
Macarena tenía cinco manzanas, una droguería, tres graneros, cinco
cantinas. No había Fuerza Pública. El avión —un DC-3 reluciente— de vez
en cuando traía víveres, gasolina y correo. Salir a ver el aterrizaje de
ese monstruo era el gran programa. Mirar quiénes llegaban y suponer a
qué venían los pocos forasteros era un juego de azar. La colonización
había invadido el Parque Nacional. Un millón de hectáreas de selva. Los
colonos vivían del aserrío de maderas finas, del pescado y del maíz. El
ritmo del pueblo lo imponían las corrientes poderosas, y en verano
solemnes, del río. De vez en cuando se oía lejana una motosierra. Los
domingos algunos vecinos iban a bañarse a Caño Cristales y había riña de
gallos.
Hace dos semanas regresé
con mi nieta Antonia. Viajamos por Satena —siempre incumplida— porque
hacerlo por río es casi imposible. El paso por el raudal está prohibido,
pese a que dinamitaron La Tonina. Es obligatorio el salvavidas y hoy no
hay línea diaria de San José a La Macarena. Los puertos son hoy
pueblos; la guerrilla no se ha ido, pero ya no está a la vista. La gente
viaja en avión con maletas de cuero, sombreritos de explorador y
tiquetes de regreso. El día de nuestra llegada había once avionetas y
tres aviones DC-3, brillantes como peces. El pueblo tiene 25 manzanas,
circulan por él camiones, volquetas, buses, carros y mil motos. Hay
soldados de todos los rangos por todos lados. Miran y miran. Llegan
helicópteros y aviones artillados. Dicen en la región que hay 14.000
soldados y tienden a aumentar al ritmo del turismo y de la ganadería.
Cuando estuvimos, el general invierno dominaba. La paja de las sabanas
estaba verde y las algas estaban en todo su esplendor. Pero había
cientos de turistas vigilados discretamente por un destacamento del
Ejército. Mi nieta y yo no tuvimos ningún tropiezo, pero al ritmo que
van las cosas se podría llegar a imponer el modelo imperante en Machu
Picchu, donde los “operadores de turismo” monopolizan el negocio, desde
los vuelos hasta los hoteles, pasando por los permisos. De todas
maneras, Caño Cristales y en general el Parque Nacional Natural de La
Macarena son auténticas joyas. La comunidad ha impedido la entrada de
cadenas hoteleras y de grandes firmas de turismo, pero el peligro ronda.
La
coca está de capa caída, el pueblo vive una nueva bonanza que tiene su
apogeo entre julio y noviembre.
Al llegar el verano, el calor seca las
algas y desaparecen los visitantes, lo que, dicho sea de paso, no
disminuye la actividad militar. Los helicópteros suenan día y noche;
llegan y salen aviones, se ven gringos, las descargas en el polígono
hacen pensar que los combates no están muy lejos. Mi nieta, que no
entendía qué pasaba ni por qué, me preguntó: “Abuelo, ¿por qué los
soldados nos miran como si todos fuéramos malos?”. No pude responderle.
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