Por: William Ospina
ALGUNA VEZ LE DIJE A MI AMIGA TAnia Roelens que me entristecía un poco viajar por Francia, porque en un trayecto en tren entre París y Burdeos, unas cinco horas, no había visto una sola persona en los campos: sólo de pronto, allá, en la distancia, un tractor en movimiento por la llanura, y eso era todo.
Acaso
lo que me parecía triste era comparar los campos actuales con esos que
vemos en los cuadros de Brueghel, las campiñas de Europa hace siglos,
las rondas, las granjas, las partidas de caza, los niños corriendo por
los sotos, los caballos, las carretas, un paisaje lleno de belleza
natural y de conmovedora humanidad.
Me
dije que a lo mejor era una fantasía del pintor: que la vida en los
campos, en los escasos tiempos en que no había guerra, no podía ser tan
animada, a pesar de lo que nos cuentan las leyendas, los cuentos de
hadas, las novelas, los poemas de Joachim du Bellay, de Ronsard o de
Víctor Hugo.
Pero un día tuve la
oportunidad de visitar la Moldavia rumana, cerca de la frontera con
Rusia, en un otoño espléndido que llenaba de amarillos y ocres y
naranjas y rojos los bosques de hayas y castaños, de robles y arces, y
descubrí que aquello que yo creía fantasía existía realmente.
En
esos campos, que además están llenos de pequeñas capillas pintadas de
colores, había campesinos amontonando el heno junto a las granjas,
mujeres afuera de unas casas llenas de adornos, carretas cargadas de
remolachas y de frutas, arrastradas por caballos enormes color de fuego,
niños que saltaban por las cañadas, perros, pájaros: un colorido y una
vida que no parecían realidad sino leyenda.
Le
señalé esas cosas a un escritor europeo que iba conmigo y me dijo: “Son
cosas premodernas, ya se acabarán”. Me aseguró que el futuro eran esos
campos franceses con agricultura tecnificada, donde la gente no tenía
que padecer las miserias, los sufrimientos del mundo rural. A mí ese
mundo no me parecía tan triste como los campos tecnificados de Francia,
ni tan tedioso, pero callé discretamente, porque estaba claro que yo
pertenecía a una manera de ser y de mirar condenada a desaparecer.
Pero
no he dejado de sentir, viendo cómo viven las personas incluso en las
sórdidas banlieus parisinas, que no necesariamente este mundo urbano es
lo más deseable, y parecen darme la razón los muchos habitantes urbanos
que luchan por conseguirse una casa de campo y vivir lejos de los
termiteros neuróticos, en la vecindad de unos duraznos, unos almendros y
algún arroyo lleno de hojas.
Es
verdad que la nostalgia nos hace idealizar el pasado, considerar
deseables unas maneras de vivir que para muchos no fueron precisamente
felices, pero también es cierto que a menudo las promesas de la
modernidad no son más que señuelos, y en el horizonte desaforado de las
metrópolis no se encuentra tampoco ese paraíso de confort y de plenitud
que mienten los augures de la sociedad industrial.
En
Colombia, en los años cincuenta, los teóricos de la economía hasta les
recomendaban a los gobiernos estimular el éxodo de campesinos, porque la
industria absorbería esa fuerza de trabajo desplazada. El futuro era la
ciudad, sus servicios, sus espectáculos. Pero bien sabemos cuál fue el
futuro que recibió a los campesinos en las ciudades, y si no lo sabemos
podemos leer de nuevo la historia de la violencia urbana, de la
exclusión, del hambre, de las mafias y el sicariato, de la delincuencia,
tantas cosas que no aparecían en la cartilla de los augures.
En
el futuro que están diseñando para Colombia estos gobiernos, no caben,
ya se sabe, los campesinos, como nos enseñó a verlos la tradición.
Alguien les contó a los funcionarios que en Estados Unidos ya no hay
campesinado sino agricultura industrial, y ellos parecen convencidos de
que hay que acabar rápido con la agricultura tradicional y con los
campesinos.
También nos contaron
que Colombia dejó de ser un país rural y se convirtió en un país urbano:
“el 75 por ciento en las ciudades, el 25 en los campos”. El arroz y el
maíz vendrán del norte, el café de Ecuador, la papa de Polonia o de
Rusia, los peces contaminados de Vietnam. El pasado quedó atrás. Y así
como en los años cincuenta la violencia expulsó a dos millones de
campesinos, en los últimos 20 se expulsaron otros cinco millones y
fueron arrebatadas cinco millones de hectáreas.
Este
gobierno, frente al paro agrario, nombró un ministro de Agricultura que
al parecer trae la intención de proponerles a los campesinos que
olviden el viejo modelo y se hagan socios de la industria. Pero quedan
más de 12 millones de campesinos: la población de Bogotá, Cali y
Medellín juntas. Y así como en los años cincuenta los desterrados no
encontraron en las ciudades esa industria acogedora que les ofreciera
trabajo, sino hambre, rebusque y violencia, mucho me temo que ni este
gobierno ni los siguientes van a convertir a esos millones de campesinos
en prósperos empresarios, ni a Colombia en Francia.
Pero sí hay empresarios a los que les conviene echar ese cuento. Un cuento más increíble que los cuadros de Brueghel.
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