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Un cuento

Written By Unknown on domingo, septiembre 15, 2013 | domingo, septiembre 15, 2013

Por: William Ospina

ALGUNA VEZ LE DIJE A MI AMIGA TAnia Roelens que me entristecía un poco viajar por Francia, porque en un trayecto en tren entre París y Burdeos, unas cinco horas, no había visto una sola persona en los campos: sólo de pronto, allá, en la distancia, un tractor en movimiento por la llanura, y eso era todo.

Acostumbrado a andar por Colombia, donde se ve gente por todas partes, caminantes por las vías a cualquier hora, casas a orillas de las carreteras hasta en el páramo, me parecía desolador ese espectáculo de un mundo hermoso y vacío. Tania me dijo que yo exageraba, pero un día tuvimos la oportunidad de hacer juntos el viaje, y pudo comprobar que era verdad lo que le dije. Era otra estación, no recuerdo ya si otoño o primavera, pero igual no había nadie.

Acaso lo que me parecía triste era comparar los campos actuales con esos que vemos en los cuadros de Brueghel, las campiñas de Europa hace siglos, las rondas, las granjas, las partidas de caza, los niños corriendo por los sotos, los caballos, las carretas, un paisaje lleno de belleza natural y de conmovedora humanidad.

Me dije que a lo mejor era una fantasía del pintor: que la vida en los campos, en los escasos tiempos en que no había guerra, no podía ser tan animada, a pesar de lo que nos cuentan las leyendas, los cuentos de hadas, las novelas, los poemas de Joachim du Bellay, de Ronsard o de Víctor Hugo.

Pero un día tuve la oportunidad de visitar la Moldavia rumana, cerca de la frontera con Rusia, en un otoño espléndido que llenaba de amarillos y ocres y naranjas y rojos los bosques de hayas y castaños, de robles y arces, y descubrí que aquello que yo creía fantasía existía realmente.

En esos campos, que además están llenos de pequeñas capillas pintadas de colores, había campesinos amontonando el heno junto a las granjas, mujeres afuera de unas casas llenas de adornos, carretas cargadas de remolachas y de frutas, arrastradas por caballos enormes color de fuego, niños que saltaban por las cañadas, perros, pájaros: un colorido y una vida que no parecían realidad sino leyenda.

Le señalé esas cosas a un escritor europeo que iba conmigo y me dijo: “Son cosas premodernas, ya se acabarán”. Me aseguró que el futuro eran esos campos franceses con agricultura tecnificada, donde la gente no tenía que padecer las miserias, los sufrimientos del mundo rural. A mí ese mundo no me parecía tan triste como los campos tecnificados de Francia, ni tan tedioso, pero callé discretamente, porque estaba claro que yo pertenecía a una manera de ser y de mirar condenada a desaparecer.

Pero no he dejado de sentir, viendo cómo viven las personas incluso en las sórdidas banlieus parisinas, que no necesariamente este mundo urbano es lo más deseable, y parecen darme la razón los muchos habitantes urbanos que luchan por conseguirse una casa de campo y vivir lejos de los termiteros neuróticos, en la vecindad de unos duraznos, unos almendros y algún arroyo lleno de hojas.

Es verdad que la nostalgia nos hace idealizar el pasado, considerar deseables unas maneras de vivir que para muchos no fueron precisamente felices, pero también es cierto que a menudo las promesas de la modernidad no son más que señuelos, y en el horizonte desaforado de las metrópolis no se encuentra tampoco ese paraíso de confort y de plenitud que mienten los augures de la sociedad industrial.

En Colombia, en los años cincuenta, los teóricos de la economía hasta les recomendaban a los gobiernos estimular el éxodo de campesinos, porque la industria absorbería esa fuerza de trabajo desplazada. El futuro era la ciudad, sus servicios, sus espectáculos. Pero bien sabemos cuál fue el futuro que recibió a los campesinos en las ciudades, y si no lo sabemos podemos leer de nuevo la historia de la violencia urbana, de la exclusión, del hambre, de las mafias y el sicariato, de la delincuencia, tantas cosas que no aparecían en la cartilla de los augures.

En el futuro que están diseñando para Colombia estos gobiernos, no caben, ya se sabe, los campesinos, como nos enseñó a verlos la tradición. Alguien les contó a los funcionarios que en Estados Unidos ya no hay campesinado sino agricultura industrial, y ellos parecen convencidos de que hay que acabar rápido con la agricultura tradicional y con los campesinos.

También nos contaron que Colombia dejó de ser un país rural y se convirtió en un país urbano: “el 75 por ciento en las ciudades, el 25 en los campos”. El arroz y el maíz vendrán del norte, el café de Ecuador, la papa de Polonia o de Rusia, los peces contaminados de Vietnam. El pasado quedó atrás. Y así como en los años cincuenta la violencia expulsó a dos millones de campesinos, en los últimos 20 se expulsaron otros cinco millones y fueron arrebatadas cinco millones de hectáreas.

Este gobierno, frente al paro agrario, nombró un ministro de Agricultura que al parecer trae la intención de proponerles a los campesinos que olviden el viejo modelo y se hagan socios de la industria. Pero quedan más de 12 millones de campesinos: la población de Bogotá, Cali y Medellín juntas. Y así como en los años cincuenta los desterrados no encontraron en las ciudades esa industria acogedora que les ofreciera trabajo, sino hambre, rebusque y violencia, mucho me temo que ni este gobierno ni los siguientes van a convertir a esos millones de campesinos en prósperos empresarios, ni a Colombia en Francia.

Pero sí hay empresarios a los que les conviene echar ese cuento. Un cuento más increíble que los cuadros de Brueghel.
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