El Deus ex Machina que salvó a Obama y al mundo
Traducido para Rebelión por Germán Leyens |
En los dramas de la antigüedad griega y romana, los dramaturgos que descubrían que habían llevado a sus personajes a situaciones sin salida a veces utilizaban un golpe de efecto llamado Deus ex Machina. Como de la nada, un dios bajaba al escenario en una máquina parecida a una grúa; y el dios solucionaba el problema.
Ni Vladimir Putin ni Sergey Lavrov, el Ministro de Exteriores de Rusia, se parecen mucho a dioses griegos (a pesar de la vanidad de Putin), pero Barack Obama, habiéndose metido en aprietos tan desesperados como cualquiera de los personajes trágicos de Eurípides, haría bien, en este momento, en ofrecer a ambos un sacrificio o dos, no por gratitud (ya que lo hicieron quedar como un tonto), sino porque, como podría hacer cualquier dios, lo sacaron de una situación por otra parte desesperada, salvando al mundo de algo peor.
La solución Putin-Lavrov todavía podría fracasar, por cierto; nunca debemos “malsubestimar” como diría George Bush, la ineptitud de la diplomacia estadounidense en la era Clinton-Kerry. Pero tal vez, solo tal vez, ahora Obama no lance una llama a la caldera combustible en la que se ha convertido la guerra civil siria.
Tal vez ese violador en serie del derecho internacional no decida ahora por cuenta propia castigar al gobierno sirio –el “régimen Asad” como lo llaman nuestros políticos y sus agentes en los medios– por utilizar (probablemente) armas químicas contra sirios rebeldes (e islamistas de otros países).
El uso de agentes neurotóxicos en combate está prohibido por el derecho internacional, y está bien que así sea. Las numerosas armas horribles que han aparecido desde la Primera Guerra Mundial –entre otras, bombarderos, misiles crucero, productos químicos que queman la piel humana, proyectiles de uranio empobrecido y, por supuesto, drones armados–, también deberían prohibirse.
Y además hay armas nucleares, genuinas “armas de destrucción masiva” – más horripilantes de lejos que todas las otras juntas.
Convertir en un fetiche una prohibición impuesta hace casi un siglo, y además detener el progreso moral en ese punto, es, por decir poco, extraño. Pero no importa; a diferencia de una indignación moral simulada, la consecuencia lógica y moral no es el lado fuerte de nuestro Presidente.
Existe, parece, buena pero poco concluyente evidencia de que el Gobierno sirio ciertamente violó la prohibición de guerra química. También existe evidencia de que algunos de los grupos rebeldes que combaten contra el gobierno, hicieron lo mismo. Cabe observar que tienen mucho que ganar si el mundo, o por lo menos estadounidenses y europeos, piensan que sus manos están limpias, y que Asad es culpable.
En todo caso, el plan de Obama era lanzar una guerra no provocada y no aprobada contra Siria, un Estado soberano.
Según la Carta de Núremberg de 1945, iniciar una guerra de agresión es “el supremo crimen internacional, que se diferencia de otros crímenes de guerra en que contiene en sí el mal acumulado del conjunto”.
En otras palabras, Obama quería castigar un posible crimen de guerra cometiendo otro mucho más grave.
La incoherencia de esta posición eclipsa incluso la ridiculez de la idea de que él, justamente él, –o EE.UU., de todos los países– tenga el prestigio necesario para imponer el derecho internacional.
¿Lo sabe Obama? Podría ser; a diferencia de su predecesor, no es ignorante, de pocas luces u obtuso. Pero no hubo ninguna señal de semejante percepción en su discurso televisado del 10 de septiembre desde el Salón Este de la Casa Blanca.
Por ello es justo decir que la flagrante insostenibilidad de su posición no tuvo nada que ver con la bienvenida voltereta que dio aprovechando esa oportunidad. Es casi seguro que los motivos para hacerlo fueron más mundanos.
Tal vez estaba preocupado de que los hechos respecto a los eventos que debían constituir el pretexto para el ataque contra Siria podrían tener un efecto de rebote, no de inmediato, pero lo suficientemente pronto como para afectar no solo su legado sino lo que queda de su presidencia. Lo que le pasó a George W. Bush podría pasarle a él.
Tal vez le preocupó que la opinión pública se opone abrumadoramente. Sin duda, él y sus acólitos desprecian la opinión pública tanto como los capitalistas que sirven. A pesar de todo, hay límites.
Y debe haberle preocupado que, habiendo pedido la aprobación del Congreso, perdería mucho tiempo hasta que la Cámara y el Senado terminen por votar. Entonces tendría que aceptar, o resistir una crisis constitucional.
En vista de que todo el motivo para amenazar a Siria era para él, y para el imperio que dirige, salvar su prestigio, la aquiescencia no era una opción agradable. La alternativa, sin embargo, debe haber parecido aún peor para un político que se alimenta de la adulación de liberales con almas hermosas intencionalmente ciegas.
Para cuando Lavrov apareció en el escenario, casi todos veían claramente que el camino a la guerra tenía que ver con “credibilidad”, y nada más. Fuera del círculo íntimo de estúpidos intervencionistas humanitarios de Obama, no había nadie suficientemente necio como para pensar que el objetivo era ayudar al pueblo sirio o, en cualquier caso, defender las normas internacionales.
No existe ninguna palabra que podría haberse dicho el martes por la noche en el Salón Este que pudiera cambiar la opinión de alguien respecto a lo que es tan abrumadoramente obvio.
Por cierto, solo podemos especular sobre lo que ocurrió entre bastidores. No lo sabremos con seguridad hasta que se escriban las memorias o hasta que el buen ejemplo de Edward Snowden conduzca a alguien con acceso a documentos relevantes a informar al público. Todo lo que podemos decir por el momento es que, milagrosamente, a Obama le ofrecieron una salida del foso que había cavado para sí mismo.
Ahora no le queda otra alternativa que aprovecharla.
La diplomacia rusa, estos días, es evidentemente mejor que la nuestra por órdenes de magnitud. Allá saben cómo aprovechar oportunidades, marcar hitos; se basan en su ingenio. Nuestros dirigentes solo saben cometer errores. Si subsisten, es por pura suerte.
También nos superan en el respeto a los derechos y deberes internacionalmente reconocidos. Por cierto, el motivo por el cual un Obama muy enfadado porque Rusia otorgó asilo humanitario a Snowden rechazó ostentosamente los esfuerzos anteriores de Rusia por encontrar una solución diplomática a la situación que él creó cuando habló de una “línea roja” que Bachar el-Asad no se atrevería a cruzar.
La información suministrada por Snowden reveló la medida en la cual el Estado de vigilancia se ha metastatizado en la Era de Obama, pero no es todo lo que Snowden hizo para incurrir en la ira de este último. Embarazó al régimen de Obama, o más bien “administración” como nuestros ideólogos y lacayos mediáticos lo llaman.
Desde el punto de vista de Obama, fue algo imperdonable. Por lo tanto, cualquier Estado que no entregara a Snowden a la “justicia” estadounidense debía ser intimidado para que se sometiera, o recharzlo si esto era imposible, como sucedió explícitamente con Rusia, el Estado que se puso a la altura de las circunstancias.
Pero la actitud petulante, farisaica, de Obama resultó un ejemplo más de su ineptitud; una vez más bloqueó sus propios esfuerzos. Al aparecer en su rescate, y el del mundo, los rusos han mostrado hasta ahora un tacto impresionante. Junto a otras facetas en el arte de la diplomacia, se trata de una virtud desconocida en el Departamento de Estado Clinton-Kerry.
Los maestros del sesgo y porristas mediáticos de Obama trabajan ahora con ahínco para presentar la irreflexiva metedura de pata de John Kerry –un comentario sarcástico informal– como la apertura hacia una “solución”.
Afirman, como hizo el propio Obama el martes por la noche, que es su disposición a utilizar la fuerza –en inglés corriente, su belicismo– lo que pone de rodillas “al régimen de Asad”. Incluso sugieren que fue el plan desde el principio. ¿No tiene límites su ridiculez?
Hasta ahora el Kremlin ha dejado que se salgan con la suya con esta insensatez, sugiriendo incluso que la idea de que las armas químicas de Siria se pongan bajo control internacional y luego se destruyan, en las discusiones entre Obama y Putin en la reunión del G20 en San Petersburgo y en encuentros entre Kerry y Lavrov antes y después.
Probablemente sea así; probablemente haya surgido muchas veces. Pero nunca se consideró seriamente, ciertamente no por parte de nuestro presidente esgrimiendo sus drones, un hombre al que evidentemente le importa un bledo la tarea de salvar niños o mantener normas internacionales. Para Obama, se trata de mantener credibilidad; y eso es todo. El resto es barboteo de relaciones públicas.
Ya que los rusos comprenden perfectamente que si Obama no salva su dignidad todo está perdido, ¿por qué no dejaron que reivindicara derechos de alarde inmerecidos? Si lo que se requiere para prevenir todos los desastres que resultarían del ataque militar “limitado” a Siria que estaba a punto de lanzar, que así sea. Dejadlo tener su momento de Misión Cumplida; nadie lo creerá en todo caso.
Putin ganó esta vuelta y no importa cómo lo traten de presentar los apólogos de Obama, su hombre perdió, a lo grande.
Tal vez la próxima vez que Washington sienta la urgencia de remodelar Medio Oriente, esto lleve a los instigadores –los neoconservadores y los intervencionistas humanitarios y los políticos militaristas, imperialistas, que los sirven– a pensarlo dos veces. Si lo logra, algo bueno habrá resultado de todo este lamentable episodio.
Andrew Levine es Senior Scholar en el Institute for Policy Studies. Autor de The American Ideology (Routledge) y Political Key Words (Blackwell), así como de muchos otros libros de filosofía política. Su libro más reciente es In Bad Faith: What’s Wrong With the Opium of the People . Fue profesor de filosofía en la University of Wisconsin-Madison y profesor investigador de filosofía en la Universidad de Maryland-College Park. Colaboró en Hopeless: Barack Obama and the Politics of Illusion (AK Press).
Fuente: http://www.counterpunch.org/2013/09/13/from-russia-without-love/
rCR
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