Por: María Elvira Bonilla
Desde Tunja habló monseñor Luis Augusto Castro como pastor para defender a su rebaño, los pobladores de la muy católica y campesina Boyacá.
Los boyacenses que habían marchado pacíficamente el primer día de paro, se enardecieron con un único proceso: forzar al Gobierno a escucharlos y exigir respeto por sus peticiones y reclamos.
Se equivocó y feo el presidente; dejó ver que no comprende el ánimo que se ha apoderado de amplios sectores del país, de la frustración que cargan en sus vidas. Contestó con la arrogancia del poder, que todo lo complica. Su comportamiento está crecientemente marcado por un autoritarismo verbal, por verdaderas bravuconadas con las que pretende mostrar mando, firmeza y control de las situaciones. Así fue con la orden perentoria del inmediato regreso de La Habana de la delegación gubernamental porque, según él, no eran las Farc sino el Gobierno quien decide cuándo se suspenden las negociaciones. Todo quedó reducido a una farsa mediática desde el terminal militar de Catam, pues el grueso de la delegación se quedó en La Habana atendiendo una reunión con Naciones Unidas. A renglón seguido su jefe, Humberto de la Calle, informó (¿contrainformó?) que las conversaciones se retomarían, sin más, hoy lunes, tal como habían anticipado las Farc con anterioridad. La torpeza gubernamental les permitió a las Farc ganarle la mano al Gobierno en el tema del referendo.
Impactan los rostros desesperados de los cultivadores que por generaciones han producido la papa, la cebolla, la cebada, el tomate, la leche que va a la mesa de las familias colombianas, y que hoy no aguantan más, agobiados por los costos irracionales de los insumos. Están asediados por el contrabando y la importación masiva de productos, muchos subsidiados por los países ricos, productos que entran de una por cuenta de tratados de libre comercio (TLC) aprobados a granel, sin preparación previa. Una inversión extranjera que avanza arrasadora bajo la sigla uribista de “la confianza inversionista”, atropellando una realidad agropecuaria que no está preparada para asimilarlo.
Para confirmar la desconfianza ciudadana y campesina en la palabra oficial y en momentos de alta tensión rural, con compromisos pendientes, nacidos de la Ley de Víctimas y escenarios de posconflicto con alto protagonismo de lo rural, el Gobierno reduce en un 30% el presupuesto del sector agrícola para 2014. Resulta casi increíble la obstinación presidencial de negar los hechos con frases altisonantes como que “el tal paro nacional agrario no existe”. La sombra amenazante del expresidente Uribe lo arrincona y desdibuja cada vez más su pretensión de marcar la diferencia a partir de un perfil de demócrata progresista, forjador de paz, equidad y prosperidad para todos. Palabras, tan solo palabras.
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María Elvira Bonilla | Elespectador.com
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