En materia de paz las cosas no pueden ser juzgadas desde la mera óptica del Estado.
El
Estado que conocemos hoy nos resulta una realidad abrumadora. Un poder
organizado y casi omnímodo, que existe por fuera de la sociedad y se
impone a ella misma, regulándola, dirigiéndola y controlándola. Se nos
presenta como una estructura gigante, que cohesiona de manera funcional
todos y cada uno de sus componentes, en desarrollo de una lógica
irresistible edificada con el supuesto propósito de alcanzar el
bienestar colectivo.
Gracias
al materialismo histórico fue posible desentrañar la esencia de clase
del Estado, su carácter de instrumento de dominación de unos hombres
sobre otros, su esencia violenta y represiva. Y descubrir que su
tipología moderna replica en el campo político los intereses de la clase
capitalista que se hizo al poder con el advenimiento de la sociedad
burguesa. El constitucionalismo liberal institucionalizó el poder del
capital y legitimó su fuerza.
Lo
cual no significó la desaparición de la inconformidad y las luchas de
las clases sociales afectadas por las nuevas relaciones sociales. La
revolución francesa, ejemplo clásico de la creación del Estado burgués,
requirió del alzamiento multitudinario y armado de la inmensa mayoría de
los desposeídos para derribar el viejo régimen feudal de la monarquía.
Pero terminó siendo conducida por quienes depositaron el poder en una
minoría de grandes propietarios.
Las
guerras de independencia de las colonias americanas reafirmaron la
misma constante. Sólo que aquí no fue precisamente una clase burguesa la
que se hizo al poder, sino una clase de grandes propietarios de tierra,
reforzada por los nuevos terratenientes surgidos de la guerra,
generales y oficiales de los ejércitos libertadores, proclives al uso de
las armas y convencidos de la posibilidad de arreglarlo todo por medio
de la fuerza. Ellos crearon un Estado a su medida.
El
devenir constitucional del Estado colombiano en particular está signado
por las guerras civiles de los siglos XIX y XX. Alzamientos, triunfos y
derrotas de un partido u otro culminaron siempre con el rediseño
institucional del país. Incluso la violencia de los años cuarenta y
cincuenta puede leerse como la reacción violenta del sector que terminó
por imponer el Plebiscito de 1957, contra las fuerzas de avanzada que
habían promulgado la reforma constitucional de 1936.
Cada
vez que un partido o coalición logró estabilizar un orden
constitucional sobre las aspiraciones de las fuerzas que en su momento
resultaron vencidas, creyó llegada la ocasión de eternizar su modelo de
Estado. Con ese fin fortaleció y profesionalizó sus mecanismosde
sometimiento. Jueces y cárceles en un país de leguleyos como el nuestro,
fuerzas policiales y de seguridad cada vez más especializadas y un
creciente y mejor armado aparato castrense.
Es
cierto que el país cuyas clases dominantes se empeñaban en insertar en
la ola mundial del neoliberalismo, requería de una nueva
institucionalidad que lo facilitara, pero ello no puede ocultar que la
aspiración de rendir la insurgencia armada en una Asamblea Constituyente
jugó su papel para haberla convocado simultáneamente con el bombardeo
al campamento de las FARC en Casa Verde. Así la nueva Constitución sería
el sello de una gran victoria militar. Que no se produjo.
Es
fácil comprender entonces, a la luz del acontecer nacional, que el
Estado no es el representante automático del interés general, sino el
defensor de los privilegios de la casta económica y política detentadora
de las mayores riquezas y ambiciones. Las guerras libradas en el
territorio nacional, la sangre derramada, las vidas e historias
familiares truncadas, no han sido otra cosa que el resultado de la
voluntad de un sector privilegiado refractario a las fuerzas que abogan
por cambios.
Cuando
se capta esa idea fundamental, el Estado pierde su magia, deja de
parecernos omnímodo e invencible, se nos revela como una creación humana
que responde a intereses concretos de personas, familias y grupos. Ya
no es el dispensador neutral de justicia y bienestar, sino más bien el
genio que brota de la lámpara de la avaricia, para cumplir con los
deseos egoístas de su amo, al precio que sea y pasando por encima de
quienes tenga que aplastar.
De
ese modo se materializa su carácter precario, puede ser cambiado,
rediseñado sobre bases distintas. Con el inconveniente obvio de que por
ser el depositario de la fuerza, de los enormes aparatos de represión,
de las armas y los hombres encargados de usarlas, sus dueños exigen que
cualquier modificación deba hacerse sobre los presupuestos contemplados
en la institucionalidad. Institucionalidad concebida y tejida
precisamente para impedir los cambios.
Y
a la que se añade, como en el caso colombiano, el empleo de la
violencia oficial en todas sus manifestaciones, las legales e ilegales,
las jurídicas y las de hecho. En esas condiciones la existencia de la
rebeldía, del alzamiento en armas, obedece a la única forma histórica
que las clases dominantes en nuestro país han abierto a las
transformaciones políticas. Los sectores marginados y excluidos del
bienestar económico y político no tienen otro camino que levantarse.
Y
en unas condiciones abismalmente inferiores. Casi con el sólo corazón.
Insurgentes sin recursos económicos, sin preparación militar, obligados a
separarse de sus familias para siempre, repudiados y calumniados por el
gigantesco aparato de propaganda al servicio del poder. Guerrilleros,
milicianos, estructuras conspirativas creadas con la mejor buena fe,
resultan obligados por las circunstancias, a mezclarse en actividades
que les repugnan.
Matar
a otro ser humano, privarlo de su libertad, arrebatarle su propiedad,
conductas consideradas impropias en tiempos normales, adquieren toda
importancia cuando se trata de defender la propia vida o la
sobrevivencia del grupo rebelde. Sus comportamientos no son ajenos a los
realizados a diario por las fuerzas del Estado, sólo que los de estas
suelen ser presentados como legítimos, necesarios y plausibles. También
en esta materia la desventaja es enorme.
La
violencia del Estado persigue la imposición de un orden que beneficia a
los intereses de la minoría burguesa o latifundista que lo controla. En
consecuencia, tiene como destinarios a los integrantes de la gran masa
de desposeídos, la inmensa mayoría de la población. La violencia
insurgente es la respuesta popular a la sempiterna agresión. Las dos son
distintas en esencia, no pueden ser sopesadas con igual rasero.
Desconocer tal realidad imposibilita cualquier acuerdo.
Abstraerse
de ella sería tanto como pretender que David fuera condenado por haber
usado una honda contra Goliat, en lugar de haberlo enfrentado con
iguales armas con su cuerpo endeble. Resulta absurdo considerar
equiparables los medios y acciones de un Estado apoyado por grandes
potencias, con los de unas guerrillas auténticamente heroicas que
persisten solitarias pese a la enormidad de la persecución sufrida.
Valga la reflexión en esta hora de definiciones.
Montañas de Colombia, 22 de junio de 2013.
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