Por: Lisandro Duque Naranjo
Lunes, 25 Marzo 2013
No parece muy difícil para los
negociadores del Gobierno con las Farc, en La Habana, atender al mismo
tiempo a dos interlocutores opuestos entre sí: los que se sientan en la
mesa frente a ellos, y los que, vociferando desde Colombia, le dicen no a
cualquier propuesta.
Lo de las zonas de reserva campesinas,
por ejemplo, no obstante tratarse de una figura nada bolchevique, es
decir, avalada por la Constitución —Ley 160 de 1994—, tan pronto se
empezó a discutir allá, suscitó por estos lados una algarabía, con
enorme acústica en los grandes medios, de quienes llevan varios años,
causando por omisión, o deliberadamente, el exterminio de la Comunidad
de Paz de San José de Apartadó, una reserva similar, en tierras baldías,
surgida hace rato al amparo de esa norma. Los crímenes ocurridos allí
—por los que hasta el momento ha sido condenado un general, Rito Alejo
del Río, y en los que estuvo incurso uno de los tres caínes de un
melodrama televisivo—, cobraron, además de la vida de personas adultas,
la de varios niños.
El tema, entonces, de las zonas de
reserva, al proponerse en la mesa habanera, se aplaza por parte del
Gobierno, con el pretexto de que “divide al país”, aunque el doctor De
la Calle deja constancia de que “las mismas son un vehículo integrador
de la patria”. Y se pasa al punto siguiente, dejando el anterior
zapoteado y sin mayores esperanzas de resolverse. Mucho menos si se
tiene en cuenta que el asunto viene discutiéndose desde hace años, lo
que por supuesto es un tiempo mayor al muy agónico que el Gobierno le ha
puesto a su contraparte en Cuba.
Hará un mes que le escuché al dirigente
gremial antioqueño, Sebastián Betancur, decir: “No habrá reelección de
Santos si todo sale mal en La Habana, es decir, si el Gobierno se
levanta primero de la mesa. Pero la reelección le será innecesaria si
todo culmina bien allí. Es decir, si se llega a un acuerdo”. Esta
segunda opción, posiblemente, es una hipótesis en el sentido de que a
Santos lo esperarían grandes destinos internacionales, por lograr el
prodigio de demostrarle al mundo que el conflicto colombiano no era
insoluble. Y equivale a pensar que para un mandatario lo ideal no es
gobernar al país cuya paz ha conquistado mediante la negociación, en
lugar de con la victoria. Una opinión interesante.
Yo, sin embargo, no le veo a Juan Manuel
Santos madera para zanjar esos diálogos por las buenas. En su
estructura mental parece no tener cabida la posguerra. Y menos con ese
empeño suyo de no asustar a las tías uribistas. Él vió muy mamey el
asunto, pues arrancó las conversaciones bajo el equívoco de que su
contrario estaba con urgencia de rendirse, lo que supuestamente haría en
agradecimiento por unas curules. Pero no pintan así las cosas, y no
porque esa organización esté atrincherada en posiciones maximalistas.
Aun así, cuanta propuesta plantea —y no obstante no parecerle extrema a
enormes sectores de opinión ni a los propios negociadores del Gobierno—,
le resulta demasiado transgresora a una clase dirigente premoderna y
confesional.
No me extrañaría que lo que termine
ocurriendo, sea que Santos anticipe el cese de las conversaciones,
tirándolo todo a la bartola, para borrar rápido su reputación de
Pastrana versión dos. Y para tener más tiempo de construir una fama de
Uribe recargado. Pero no creo que eso le funcione.
Nunca como ahora quiero estar más equivocado, y ojalá tenga que tragarme mis palabras.
Fuente El Espectador
Publicar un comentario