Joaquín Pérez Becerra, detenido en Venezuela el 23 de abril de 2011 |
Por Nechi Dorado
Hace dos años una noticia sacudió fuerte, pegó en lo más hondo del corazón y abrió tremendos ojazos de sorpresa.
En
una situación que jamás fue aclarada, pero que dejó bien marcada la
percepción de que muchas veces se institucionaliza el avasallamiento de
los derechos humanos, fue detenido el compañero Joaquín Pérez Becerra.
Sentimos
en ese momento que se estaba legalizando la impunidad, que el absurdo
ganó nuevamente, convirtiendo a los genocidas en inimputables mientras
que los luchadores terminan estigmatizados.
Muchas voces se levantaron contra la decisión incomprensible.
Había caído por razones inexplicables, al menos objetivamente, un compañero bolivariano.
¿Dónde? ¡En tierra bolivariana!
Más
allá, mucho más allá de ese cóctel extraño donde se entremezcló bronca y
dolor, indignación y sorpresa, nosotros seguimos sosteniendo y
levantando las mismas banderas bolivarianas que levantaba Joaco ¡pero
sin olvidar al compañero preso!
Las
que sigue levantando, pese a tanto y que paradógicamente son las
mismas enseñas de quién lo enviara a manos del crimen organizado.
Recuerdo
que en ese momento, embargada de tristeza, vino a mí una pregunta que
hasta el momento no tuvo respuesta. Quedó flotando en mi conciencia,
marcada a fuego como quedan los malos recuerdos. Como quedará mientras
tus días, Joaco, se desarrollen tras los barrotes de una celda en cárcel
de máxima seguridad, entre alimañas, miserias y espanto.
Entonces me pregunté, Joaco, ¿A qué sabe la traición?
Y hoy, compañero, a dos años de aquella irracionalidad me sigo formulando la misma pregunta:
¿A qué sabe la traición?
Sabe a cielo de espanto,
a fuego sucio que arrasa el sentimiento,
carga el odio de un dios excomulgado
hacia el averno feroz, vuelto despojo.
Me sabe a rosa ensartada por su propia espina.
Me sabe a canto de sirena enronquecida.
Sabe a caricia de hielo y repugnancia,
sabe a reptar de serpiente entre la hierba
con furia de Hecatónquiro, sibilante,
devorando a sus hijos, de repente.
Me sabe a noche sin pan de los hambrientos,
sabe a suspiro contenido frente al miedo,
a rebelión asfixiada del aliento,
a soledad de viejo, en el olvido.
¡Sabe a arco iris de luto, tras la muerte!
Son cinco dedos huérfanos de mano,
O cinco manos huérfanas de dedos.
Manos heladas que emergen mutiladas
desde algún laberinto inexpugnable
desentrañando frases inconexas.
Va la traición oculta en recovecos intrincados
Atrapando, una a una, las sonrisas,
en alguna telaraña camuflada.
Sabe a daga ensartada
en la espina dorsal de los sentidos,
abriéndole las vísceras al tiempo.
Sabe a puñal que se clava por la espalda
a corazón que sangra, sin remedio.
Sabe a un adiós instalado para siempre
sabe a puerta cerrada y a lamentos.
No hay vuelta atrás si la traición se instala
haciendo agonizar a la palabra,
entre paréntesis de margen impreciso.
Es como maldición que brota en madrigueras
decretando la muerte de los sueños,
produce enjambre de lágrimas que cuelgan
como caireles,
desflorando a la lealtad, con su veneno
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